¡Ay, los diciembres! Con tanta cena, tacón y lentejuela, fiesta de mantel de hilo y cubertería de plata. Cuando se acerca este mes, la tarjeta se estremece en la cartera diciendo: «no me uses más de la cuenta», pero siempre existe un «y esto también me lo llevo».
Y compramos lotería de Navidad (incluso los que no jugamos en todo el año hemos adquirido mínimo dos décimos) o toda aquella clase de suerte que asemeje una mínima probabilidad de mejorar la vida. ¡Mira que somos obtusos! Y con el tiempo usado ¿qué pasa?
No nos damos cuenta de que el año vivido es año gastado, que vale más que mil boletos de lotería y que lo pagamos por adelantado, sin saber siquiera si llegaremos a su fin. Si pudiéramos comprar el tiempo perdido en cada diciembre, ¿lo haríamos?
Esa es la verdadera riqueza del debe y el haber de un año. Llevo un tiempo sumando los minutos que consideraría perdidos por no utilizados, bien con el móvil, bien tumbada mirando el cielo en el jardín o bien recogiendo el desorden propio o ajeno, ese que bien conocen ustedes y que dura menos de una hora con todo en su lugar. Y si les digo la verdad, no me gusta el recuento.
Lo más incongruente es cuando miramos a nuestro alrededor con ojo crítico, cuando nos permitimos el lujazo de juzgar cómo pierden el tiempo los demás, los jóvenes por púberes y los mayores por desidiosos. Sin embargo, ese lapso no sería perdido si entendiésemos que no existe tiempo regalado al tiempo, sino espacios que no hemos sabido llenar o disfrutar o sentir.
Quiero que nos sorprenda aquello de: «ya es viernes», «pero si ya estamos en diciembre», o «ya paso de los cincuenta». Que nos pille desprevenidos, pero no por deberle tiempo al tiempo, sino por gozarlo, sentirlo y valorarlo como debía ser.
Ahora que la madurez me otorga el regalo de la contemplación de lo efímero, que es todo, quizás sea el momento de cambiar nuestra percepción, y si el tiempo que me es regalado no soy capaz de gastarlo a manos llenas en existir de verdad, quizás sea necesario entender que estoy en deuda con muchos minutos del día y, como decía aquella copla de Café Quijano, no deberle tiempo al tiempo.
Simplemente, el tiempo respirado es vida.