La controversia está en la calle, en las instituciones y hasta en las propias familias. Esto es como ser del Atlético o del Madrid, sin embargo, la polémica va mucho más allá.

Pero pocas veces he visto debatir sobre la controversia desde los orígenes del bello astado. Según tengo entendido el toro viene de su antepasado URO que ya era cazado en Europa allá por el Paleolítico. Sin embargo, es en el siglo XVII de los bosques europeos. Hasta entonces campó a su anchas siempre y cuando no le dieran caza. En la piel de toro, nunca mejor dicho, Portugal y España, tardó más en desaparecer pues ya entonces eran parte de la fiestas y bodas, donde las corridas eran parte de la diversión.

Sin embargo, las corridas de toros no se remontan al siglo XIII en España, ya en Roma Julio César se divertía viendo cómo hombre y bestia se batían con cuernos contra espada y escudo. En España se le atribuye su origen a los árabes en su invasión, que ya almacenaban toros en primarios corrales para sus celebraciones. Siendo de gran diversión en sus momentos de hermanamiento, las luchas entre caballeros moros y cristianos que a caballo alanceaban toros en grandes solemnidades.

Fue en época de los Reyes Católicos cuando en fincas de Valladolid, cerca de la Corte, donde se construyen las primeras plazas para el disfrute de nobles, aquí el pueblo aún poco tenía que decir. Fue Felipe V quien tuvo a bien prohibir tal diversión para los privilegiados nobles y poco a poco dar forma al espectáculo tal y como hoy conocemos.

Tanto en su origen como por el respeto que se profesaba a tales animales, el fin de estos espectáculos no era el de matar en sí mismo y disfrutar de la sangre. Se trataba de un rito religioso de agradecimiento a lo más divino por las deidades vividas por el pueblo.

El toro siempre ha sido venerado como fuente de poder y fertilidad, de cuya potencia física ha querido el hombre apropiarse. Lo cierto y verdad es que, cuando el hombre mira al toro, la lucha por dominar a la bestia y al miedo, se convierten en pura magia. La inteligencia del hombre y la naturaleza del toro. Bis a bis.

Recuerdo que a los quince años más o menos, fui a la grupa del capataz de una finca de toros asentada en Santisteban del Puerto (Jaén). Mis padres amigos del mayoral fueron invitados a disfrutar de un día en la finca, y como yo era apéndice de ellos, donde iba el asa, iba el caldero. En esas, me armé de valor y gocé de un paseo entre los astados mientras les echaban de comer. Ni que decir tiene que el miedo me atenazaba, y cual lagartija me adherí al mayoral en aquél enorme caballo. Y fue ahí donde conocí a ese animal indómito, fiero, de fuerza gigantesca, con astas inmensas y un cuello que parecía al de un bisonte. ¡Belleza absoluta!

Ahí aprendí la importancia del cuello en el toro, el por qué del tercio de varas, o las banderillas. El torero tiene que utilizar la capa y su inteligencia para debilitar los músculos del cuello de toro, así le obliga a bajar la cabeza, y embestir detrás del capote. Todo ello con el pecho descubierto sobre el albero y en el silencio del coso.

Allí también pude aprender cómo los ganaderos dedican la fertilidad de sus campos al animal, lo miman y crían para darles una vida propia. Cada uno marcado con su año, para el día culmen, ponerles la divisa distintiva de cada ganadería y encaste.

Con el tiempo y las enseñanzas de mi padre, cuya familia crio toros bravos, entendí que no es un deporte, que torear es la tragedia más certera donde el animal obtendrá la gloria de su bravura y encaste. Y en cada tercio, la estética, el rigor, la ortodoxia de lo bien hecho, cobrarán inmensa importancia. Ese drama debe transmitir belleza, humildad ante la bestia y honestidad a la hora de llegar a su fin.

No vale cualquier toro, debe tener la edad y el trapío suficiente, unas defensas bien marcadas y estar sanos. Ni cualquier lugar, toro y torero se merecen un lugar digno donde enfrentarse. Y así, sin más cuando llega el día señalado, en fiestas determinadas de muchos lugares de España, todas las miradas de los asistentes ávidos de sensaciones, se dirigen al patio de caballos desde donde comienzan el paseíllo la terna de toreros y sus cuadrillas. La música del pasodoble abre las ganas del respetable, los maestros dejan sus bellos capotes de paseo y dando el presidente su beneplácito para que comience el festejo comienzan a sonar los clarines y la suerte está echada.

La capa de percal, llamada capote, será la primera en hacer bailar a toro y torero, el toril se abrirá y entre esperas a gayola o recogidas con verónicas, comenzará el romance que acabará en tragedia, de uno u otro.  

Se valorará la valentía del uno y la bravura y nobleza del otro en cada lance, se exigirá el sitio al torero exponiéndose lo más posible, pues la única forma de provocar la envestida del toro será hacerle creer que alcanzará y como no darle salida del toro, todo ello ataviado con el arte, el duende, y la estética de cada lance. Y llega el momento en el que el toro llega al paroxismo de su furor. Y llega la hora de la verdad, el respetable retiene su aliento, el torero mira fijamente a su adversario, sin engaño con su propio cuerpo y con el acero en mano se lanza sobre los pitones para ponerle fin al drama. ¿Quién ganará? Solo el destino en cada plaza resuelve.

Estas son las entrañas y la historia brevemente contada de nuestra fiesta nacional, parte de nuestro arte, de nuestras raíces, de nuestros campos y de nuestra propia identidad.

¿A favor o en contra? Solo respeto y nada más.