Grandes escritores como D. Miguel de Cervantes hablaron sobre el tiempo, quedando frases infinitas, como estas: “Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades”; así aconsejaba Don Quijote a Sancho hace más de cuatro siglos, y no fue ni es mal consejo. Otras de sus famosas proposiciones al hilo del tiempo fue: “No hay recuerdo que el tiempo no borre ni pena que la muerte no acabe”. Los grandes de los grandes siempre han hablado del paso de tiempo, de la muerte y del amor por tratarse de los temas más combativos para el ser humano.
Y es que, el desdichado y amado tiempo nos vuelve delirantes. Tanto es así, que nos convierte en ansiosos desesperados cuando en la espera se mece la duda del resultado. Y en pacientes abnegados cuando es la muerte o la separación la que con el tiempo nos acecha. Y lo más saleroso del tema es que, el tiempo se compone de fragmentos llamados segundos que forman un minuto, siendo absolutamente igual en unas situaciones u otras.
Si de tiempo y amor hablamos, entonces sí que el tiempo se para, corre, planea, ralentiza y hace mil filigranas. Existe otra frase maravillosa sobre el tiempo y el amor que dice así: “El tiempo es muy lento para los que esperan, muy rápido para los que temen, muy largo para los que sufren, muy corto para los que gozan; pero para quienes aman, el tiempo es eternidad”. Extraordinaria, ¿verdad? Parece ser que se le atribuye a Shakespeare, pero también a Henry van Dyke, escritor estadounidense de cuentos, poeta, ensayista y mil cosas más. Fuera de quien fuese, qué más dará, cuando la verdad es que la frase tiene médula. Porque el tiempo es tan versátil que, hace y deshace a su antojo lo que estima menester. Y lo hace curando, ensalzando sentimientos y emociones. Y eso, realmente, lo hace perfecto.
Con el paso de los años te das cuenta de que el tiempo pone las cosas en su lugar, en su sitio correcto, quitando o dando razones que la mente esconde. Respondiendo a las preguntas que determinados acontecimientos o hechos provocan y situándonos de frente a realidades que en otros tiempos no éramos capaces de ver.
El tiempo actúa como un espejo atemporal, donde reconocemos los aciertos y equivocaciones propias y ajenas, nos repica y recuerda cuantas veces hemos dicho sinceramente un “te quiero” o un “perdóname”, en cuantas otras nos lo hemos callado y en tantas otras ocasiones que los hemos ambicionado. Porque es él, y no otro, el que nos desnuda ante el amor, la enfermedad, las limitaciones…
Es el tiempo el que nos dice con quienes perdimos el tiempo y con quienes lo ganamos, qué momentos merecieron la pena y aquellos otros en los que debimos retirarnos, ya que también nos enseña que una retirada es una victoria, no una derrota. Nos aporta la bendita sensación de saber cuándo se paró el tiempo porque fue eterno y el que nos queda para volver a detenerlo, sin perder ni un segundo más.
El reloj de arena que sin descanso va rellenado nuestros días, nos marca la vida. Esa que bien merece la pena ser vivida, que no sobrevivida. Es con su paso, que reaccionamos sabiendo cual es nuestra perfecta armonía, aquello que conforma nuestros pilares y nos manifiesta tal como somos en realidad.
Por eso, y no por otra cosa, porque el tiempo es finito para la vida de cada uno de nosotros, y su fin una incógnita, hay que ser oasis, y no un charco, para que quien se acerque a bebernos goce de un tiempo eterno, y para que cuando seamos nosotros quienes decidamos beber, lo hagamos con la sed sincera de ser saciados de amor en todos los sentidos y ámbitos de la vida.
Al paso del tiempo y al amor no hay que temerles, porque llegado el final tendremos las alforjas llenas de instantes inolvidables y un corazón esponjado de asombrosas experiencias de vida.
Disfrutemos hoy, mañana, y pasado mañana también, hagámoslo con el aprendizaje que ello supone, y sumemos a nuestro haber tiempo vivido de calidad.
La teoría la sabemos, paremos el tiempo y pensemos.