Cuenta la ciudad de Toledo con una amplia y reconocida propuesta de restaurantes con una carta donde ese gran invento que es el menú del día representa la estrella indiscutible de todos ellos. Un fulgor bien distinto al de otras constelaciones con nombre neumático. Bares de barrio generalmente alejados del trasiego turístico, con precios asequibles y fijos durante los siete días de la semana, donde es difícil encontrar un mal menú del día. Locales de tradición familiar en muchos casos en los que la comanda se describe con claridad, sin la grandilocuencia en su definición que tienen los cursis, y con hartura a la hora de llenar el plato. Un menú de consumo frecuente entre solitarios y otras tribus urbanas, del que también participo con asiduidad, que por unas cosas u otras acudimos cada día a degustar. Una rutina que nos permite elegir entre cuatro o cinco primeros y otros tantos segundos más bebida y postre, café aparte. Paella, bistec, macarrones, carcamusas, ensaladas, boquerones… (oído cocina), la gastronomía más asequible y cercana ofrecida por tantos bares y dada a conocer a través de una carta enganchada en la puerta. Una de las elecciones cotidianas en día laborable más común y democrática de este país y una de las páginas de la biblia gastronómica popular más consultada.
Un ritual que configura un escenario variopinto repleto de solitarios, operarios con el nombre de su empresa a la espalda del mono, turistas con la guía trotamundos, u oficinistas con traje de los domingos. Un compendio de supuestos protagonistas que desde su mesa en el comedor, cubierta con primoroso mantel de celulosa, se entretienen cavilando y mascando trozos de pan hasta la llegada del camarero con la comanda. Una fauna humana de manos rudas algunos que entre plato y plato husmean mirando en silencio la pantalla del celular, o la de la tele por la que desfilan incesantes y ruidosos políticos, artistas, deportistas, o famosillos de tres al cuarto que viven del cuento. Sin duda, la mejor forma de palpar el mundo que les rodea sin necesidad de levantarse de la mesa.
Una degustación que concluye con el pago de una factura cuyo importe se conoce de antemano. Una rutina que se repite cada día laborable, y que ha dejado de lado aquellas animosas sobremesas de hace tan sólo unos años con anís, coñac o farias mediante. Una retirada hasta el día siguiente para después continuar con la faena, dormir la siesta o reflexionar ya fuera fumando sobre lo acontecido en la jornada. También para dejar listo el establecimiento a la siguiente sesión. La del atardecer, la que da paso a otros protagonistas que ocupan el bareto con idéntica fidelidad y avidez. Bebedores solitarios o en compañía, alguno de ellos repetidores del mediodía que, como nos recuerdan Gabinete Caligari, tienen en el calor de la barra del bar su lugar grato para conversar.