No sé qué pensar. Es un aire turbio y espeso, una sensación muy viva. Un tufillo de fin de etapa. Ya sé que los pronósticos los carga el diablo y que la realidad suele terminar desmontando las quinielas, pero no puedo evitar una revolera de descomposición del sanchismo y de una vuelta atrás casi imposible. Si algún día el presidente Pedro Sánchez vuelve a ganar unas elecciones en España, tendré que darme una colleja y rectificarme a mí mismo, pero esto no es una verdad científica sino una señal o una emoción. Nada más: el tiempo de Sánchez parece desesperado, finiquitado, en fase de agotamiento terminal. Tanta improvisación, tanta mentira, tanto desgobierno y corrosión interna. Tanta evidencia en la apropiación total e indisimulada del poder.
Los regímenes se erosionan profundamente cuando no hay principios morales sobre los que asentar la acción de gobierno, cuando no existen valores sólidos que dirijan una conducta y un proyecto político. Cuando las contradicciones son cotidianas y dramáticamente risibles y las decisiones de hoy son transmutables mañana en un bucle infinito que sólo conduce al vacío y lleva desesperanza y confusión a la gente. El sanchismo presenta todos los síntomas y esa es la razón última de las grietas que están rompiendo el sistema: en el gobierno, en los partidos que sustentan el gobierno, en las instituciones del Estado cada día manoseadas y en los líderes autonómicos que han volado la disciplina y sólo aspiran a salvar sus costuras antes de que la demolición sea completa.
Insisto: Sánchez puede volver a ganar, es el gran resistente de la política española y carece de escrúpulos para manejar los mecanismos del poder en su beneficio político. Lo hará siempre que pueda, como demuestra a diario. Pero eso no contradice el estado de shock en el que se encuentra el gobierno, liderado por un presidente que ya no puede disimular su naturaleza ni controlar la sociedad a la que intenta pastorear. Ha dinamitado en cuatro años su crédito como gobernante y la marca de su partido y por eso se extiende la soledad a su alrededor y los barones y candidatos han tomado su rumbo por libre y suprimen las siglas que los estorban. No quieren la compañía del césar. El de Emiliano García-Page, presidente de Castilla-La Mancha, es el ejemplo más claro del hijo pródigo que probablemente terminará regresando, aunque con la seguridad de que su lealtad estará en otros sitios, donde sea, pero no con el ocasional inquilino de un poder malbaratado.