Si se pidiese a un grupo de menores de 30 años que señalasen en un calendario la fecha de Todos los Santos es probable que pocos fuesen capaces de indicar el 1 de noviembre. Lo que celebran los más jóvenes en España es la noche de Halloween, una fiesta que en las últimas décadas ha desplazado a la que existía, de la que ellos ya no tienen casi ninguna noción. La noche del 31 de octubre es la ocasión para que los chicos salgan a la calle con un disfraz macabro, como hacen los protagonistas de las series y películas que todos vemos en nuestras pantallas desde hace años. Sin embargo, no pensemos que las generaciones anteriores a ellos, las que han conocido el día de los Santos unido al de Difuntos, el 2 de noviembre, y lo han celebrado con visitas al cementerio, huesos de santo y candelas en lámparas de aceite, son herederos de una tradición secular.
La fiesta de Todos los Santos había sido establecida a principios del siglo VII por el papa Bonifacio IV para honrar la memoria de todas las almas que habían ascendido al Cielo, estuviesen o no canonizadas. La celebración pronto se extendió y llegó a Toledo, como indica el hecho de que en época visigoda existiese una iglesia de ese nombre (Omnium Sanctorum) situada muy cerca del convento de Madre de Dios, tal y como afirma Pedro de Alcocer. Como otras solemnidades, se fue transformando con el paso de los siglos, y hacia el año 1000 se continuaba con el día de los Difuntos, que tenía lugar el 2 de noviembre.
Si retrocediésemos en el tiempo hasta el Toledo de época Moderna, en los siglos XVI, XVII o XVIII, podríamos comprobar que era la Catedral donde tenían lugar los cultos más solemnes, desconocidos para quienes vivimos en el siglo XXI. La tarde del 31 de octubre, a las dos y media, se iniciaba el canto de las vísperas y se adornaban los altares, tanto el de prima, que está en el coro, detrás de la imagen de la Virgen Blanca, como el de la capilla mayor, este con 30 cirios de cera blanca. Se celebraban unas segundas vísperas, procesión y misa, y a continuación comenzaba la práctica más propia de la conmemoración de los Santos y Difuntos: las sepulturas de quienes habían dejado rentas para ello se cubrían con paños o túmulos y situaban encima las ofrendas, que solían consistir en velas, pan y vino. Hay que recordar que hasta el siglo XIX los cementerios actuales no existían y que la población se enterraba dentro de los templos o en los pequeños cementerios situados en torno a ellos.
En la Catedral centenares de velas ardían esos días sobre docenas de lápidas de los que allí estaban enterrados. El Cabildo tenía la obligación de cubrir las de algunos eclesiásticos sepultados en el templo (arzobispos, canónigos o dignidades eclesiásticas) y a ellos se unían otras instituciones como cofradías, hospitales o conventos, que también se ocupaban de honrar la memoria de personas inhumadas en el templo primado. En la Catedral en esos días resplandecían las velas de cera, en contraste con la oscuridad habitual, y destacaban sobre todo las ofrendas, destinadas a los sacerdotes que decían las misas de sufragios o que eran distribuidas entre los pobres.
Algunos sepulcros se adornaban con especial esmero, como por ejemplo el del canónigo Juan López de León, situado en la capilla de San Martín, sobre el que se ponía un dosel, o los del condestable Álvaro de Luna y su esposa, encima de los que colocaban "dos paños mui viejos". Sobre la tumba del canónigo Juan Calderón, delante del sagrario, se montaba un túmulo adornado con paños, y cada día ardían dos hachas de cera y se situaban 24 roscas de pan de una libra y un azumbre de vino. En la sepultura de un racionero llamado Pantaleón, enterrado junto a la capilla de la Descensión, ponía la cofradía del hospital de San Pedro una fanega de pan cocido y un queso de diez libras para los pobres "y en pasando la procesión de los responsos lo llevan a su hospital y se lo dan a los pobres". Junto a la tumba de Martín Fernández, arcediano de Medina, sepultado junto a la puerta de la capilla de San Ildefonso, había colocada una mesa con manteles y alfombra, y una ofrenda de ochenta maravedíes de pan y un cuero de vino, "lo qual se ha de dar a los pobres en pasando la procesión". La abundancia de ofrendas era tal que desde el año 1550 se decidió que un clerizón vigilase velas, pan y vino para acabar con los frecuentes hurtos. También en 1553 la hermandad de capellanes de coro, que se ocupaba de algunas sepulturas, comenzó a poner las ofrendas en un armario junto a su capilla porque no era raro que se las llevasen.
Hacer visible su voluntad
Algunas de las personas que habían establecido esas caridades querían no sólo honrar su memoria y purificar su alma sino también hacer visible a todos su voluntad. Sobre la tumba del canónigo Juan Duque de Estrada, enterrado enfrente de la capilla de San Juan, solían ponerse durante esos días dos beatas de la Vida Pobre, porque les había dejado parte de sus bienes. El hospital del Rey cubría dos sepulturas durante toda la semana, las del canónigo Juan de Salazar (junto al altar de Santa Elena) y la de Martín Pérez el Viejo (junto a la capilla de La Magdalena), porque ambos habían legado una parte de su herencia al hospital. La institución decía por cada uno una vigilia y una misa cantada de réquiem en la capilla de San Pedro, y mientras duraban esos oficios sobre cada una de las sepulturas, cubiertas con alfombras e iluminadas con cirios, había seis pobres del hospital con velas encendidas en las manos.
El ajetreo de los clérigos en la Catedral era constante en los días de los Santos y de los Difuntos. Once capellanes y cuatro clerizones vestidos de negro recorrían el templo rezando responsos sobre las sepulturas de las que se ocupaba el Cabildo. Otros clérigos oficiaban misas, al igual que lo hacían los capellanes de San Blas, de San Pedro, de doña Teresa de Haro, de Reyes Nuevos y de la Reina Catalina, y los de la Capilla Mozárabe hacían también sus nocturnos de difuntos. Los capellanes de Reyes Viejos, por su parte, honraban la memoria de los reyes castellanos en el altar mayor.
El día de los Santos se hacía una procesión con tres estaciones, es decir, tres paradas, tras la cual se decía la misa mayor muy solemne, y por la tarde, se decían vísperas y comenzaba la celebración de los Difuntos. El altar mayor se cubría con un velo azul y en los otros se ponían frontales negros, que eran retirados más tarde y puestos de nuevo para las misas u horas del oficio. En las vísperas el pertiguero, los clerizones y los lectores iban con ropas negras y un sacristán portaba en brazos la capa rica negra con la que Carlos V había sido coronado en Bolonia el día de San Matías de 1530, que colocaba sobre un banco en el coro. Sobre las sepulturas de los cuatro arzobispos sepultados en él se colocaban paños de difuntos. Quizá el momento más espectacular era la noche entre las fiestas de los Santos y los Difuntos. Las campanas de la Catedral tañían de ocho a diez de la noche, y desde el amanecer hasta una hora después, pero las de las parroquias y los monasterios tocaban toda la noche, según cuenta el racionero Arcayos, y darían lugar a una algarabía única en la ciudad en todo el año.
La fiesta de Todos los Santos, como otras celebraciones, ha ido modificando con el tiempo sus formas de expresión. Los jóvenes que hoy disfrutan Halloween no han conocido las manifestaciones festivas de las generaciones anteriores, como estas tampoco supieron casi nada de las que las precedieron. Y es que, como han puesto de manifiesto los antropólogos, la pervivencia de una fiesta reside, precisamente, en su capacidad de adaptarse y de reflejar las nuevas formas de identidad y alteridad que producen las sociedades.
Texto de Alfredo Rodríguez González, técnico del Archivo y Biblioteca Capitulares de Toledo, y fotografías de V. Martín.