Acudir a visitar las tumbas de nuestros familiares el 1 o 2 de noviembre es una costumbre tan enraizada en la actualidad que parece tratarse de una tradición con siglos de antigüedad. Sin embargo, si volvemos la vista hacia el pasado comprobamos que los cementerios, como espacios destinados a los enterramientos y situados en las afueras de las poblaciones, son relativamente recientes.
Desde la Edad Media las inhumaciones se hacían en el interior de los templos, pero sólo podían recibir los cuerpos de un número limitado de personas, normalmente las de mayor relevancia social. El común de la población era enterrado en los cementerios que, tal y como había ordenado el rey Alfonso X en Las Siete Partidas, debían establecerse en el perímetro de todas las iglesias, con una superficie de 40 pasos y de 30 en las parroquias, porque "cerca de las eglesias touieron por bien los santos padres que fuessen las sepulturas de los cristianos".
A diferencia de los cementerios romanos o islámicos, los de los cristianos no eran lugares alejados o solitarios, sino que muertos y vivos compartían el mismo espacio: los fieles no tenían que esperar la fiesta de los santos o el día de difuntos para visitar las tumbas familiares, porque las veían cada domingo cuando acudían a su parroquia.
Lugares de reunión y diversión
Pero la documentación conservada en los archivos hace sospechar que durante el Antiguo Régimen los camposantos no eran sólo lugares en los que se enterraba a los muertos. En época medieval y moderna parecían haberse convertido en sitios a los que se acudía para pasear, merendar o pasar el rato. En 1747 un vecino de Yuncler (Toledo), furioso contra su sobrina, que pretendía casarse "con persona desigual a su calidad, y celoso de mantener el lustre de su familia", agredió a la madre de la chica, a la que encontró en el cementerio, donde había ido a pasar la tarde. En una causa iniciada en Villacañas, otro pueblo toledano, en 1796 una joven del pueblo declaró que había estado con sus amigas en el cementerio comiendo tortas, rosquillas y confitura.
Incluso acabaron convirtiéndose en lugares de reunión y diversión, donde se realizaban actividades impensables desde nuestra mentalidad actual, que los considera poco adecuados para el ocio. Pero aquellos eran otros tiempos, como indica la carta que en 1582 los curas de Talavera de la Reina escribieron al cardenal Quiroga para que no excomulgase a "los que corren toros en cimenterios o lugares sagrados de voto, porque en algunas partes, especialmente en Talavera, se corren en casi todos los cimenterios".
Del mismo modo, el 7 de septiembre de 1666, la víspera de la Natividad de la Virgen, la justicia eclesiástica abrió diligencias tras producirse una pelea en un baile que se celebraba en el cementerio de Carriches. El cura, implicado en la reyerta, declaró que era costumbre hacer esos saraos en el camposanto, y que no le había parecido indecente asistir, porque siempre habían acudido a ellos los sacerdotes que habían estado antes que él a cargo de la parroquia del pueblo.
Refugio de delincuentes
Una de las características de aquellos cementerios que quizá más nos pueda llamar hoy la atención es que, al igual que los templos, estaban considerados lugares eclesiásticos y como tales estaban sometidos a la jurisdicción de la Iglesia. Los agentes de la autoridad no podían actuar en ellos, cosa que era bien conocida por quienes los buscaban como refugio para evitar su detención cuando eran perseguidos, porque no se les podía obligar a abandonar el recinto. En la mayoría de las ocasiones quienes pretendían escapar de la acción de la ley no eran delincuentes profesionales, sino vecinos del pueblo que habían tropezado con la justicia, y que se aprovechaban de la inmunidad de los cementerios.
En junio de 1610 se inició un proceso en Los Yébenes para evitar que se produjeran excesos en la celebración del Corpus. Un grupo de mozos del pueblo había preparado una mojiganga, a modo de obra de teatro burlesca, en la que se mofaban de algunos vecinos. Las autoridades, preocupadas ante posibles incidentes, prohibieron a los muchachos que actuasen. Pero estos, disfrazados y con barbas postizas, se subieron a un tablado que habían instalado en la plaza mayor del pueblo y comenzaron a hacer su representación. Cuando los alcaldes del pueblo les increparon y les pidieron explicaciones, los chicos se fueron al cementerio, donde la justicia no podía detenerles, y donde hicieron la obra, para escándalo de muchos vecinos.
En algunas ocasiones los refugiados llegaban a mostrar una actitud provocadora ante las autoridades. Fue el caso de Juan Camacho, un sastre de Los Yébenes, que se refugió en el cementerio después de agredir a un vecino en 1612. Consciente de la protección que le daba pisar tierra sagrada desafiaba al alcalde lanzándole piedras y diciendo "aquí estoy, no me e ydo, boto a Cristo, que le a de costar sus dineros por aberme quitado las armas, que aunque me quiten la espada bien tengo ladrillos".
Decisión de Carlos III
La situación comenzó a cambiar en 1787, cuando el rey Carlos III publicó una Real Cédula en la que estableció la obligatoriedad de establecer cementerios fuera de las poblaciones por razones sanitarias. Fue a partir de entonces cuando se inició su construcción en las afueras, con lo que se quebró la convivencia de los vivos y los muertos que había existido durante siglos.
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El hecho de que se tardase décadas en cumplir la norma indica la resistencia más o menos generalizada a sacar del corazón de las ciudades el lugar de reposo de los antepasados. Todavía en septiembre de 1819 se abrieron diligencias contra tres vecinas de Navahermosa, dos de ellas jóvenes de 18 años, porque lideraron un grupo compuesto por un centenar de mujeres que se había amotinado para impedir que se enterrase un cuerpo en el cementerio del pueblo. Lo que pretendían era inhumarlo en la iglesia, donde descansaban sus familiares, y no en el inhóspito camposanto construido fuera de la localidad. Y es que posiblemente esas mujeres compartiesen lo que Bécquer expresó de una forma poética: "¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!".
Alfredo Rodríguez González, autor de este artículo, es técnico del Archivo y Biblioteca Capitulares de Toledo.