El almendro, cuyo nombre científico es Prunus dulcis, es un arbolillo que rara vez alcanza gran porte, aunque existen ejemplares de hasta diez metros de altura. Si bien es originario de las regiones montañosas de Asia central, su presencia entre nosotros se remonta muy probablemente a época romana tras haber sido introducido en Europa por los fenicios. No en vano, se han hallado restos de almendras y productos derivados de ellas en barcos hundidos en época romana.
Durante el periodo islámico en la Península, su cultivo se potenció más si cabe, especialmente por el dominio que los árabes demostraron en técnicas de jardinería como los injertos, en los que los almendros jugaron un papel clave, pues la variedad amarga del almendro (Prunus dulcis var. Amara) se consolidó, por su resistencia y adaptación a suelos calizos y periodos de sequía, como el mejor portainjerto conocido de otras cotizadas especies de rosáceas como los melocotoneros, los albaricoqueros, los ciruelos y el resto de las variedades de almendros dulces.
Los almendros se convirtieron, por tanto, en una pieza esencial e indispensable en el panorama agrícola peninsular, tanto por los usos de las almendras como por su valor como portainjertos de otros frutales. Como consecuencia, en las zonas más fértiles como son las vegas y valles de los grandes ríos, la presencia de almendros era masiva. Ello era especialmente destacado en aquellos territorios en los que esta especie prospera con mayor facilidad, que son aquellos situados entre 200 y 600 metros de altitud y en los que las temperaturas mínimas no desciendan de los -15 ºC pero que cuenten con inviernos bien marcados, pues el almendro tiene unas necesidades de "horas de frío" para cumplir su ciclo vegetativo a la perfección.
La ciudad de Toledo era, por tanto, un hábitat idóneo para el almendro, pues su fértil valle del Tajo, situado a unos 500 metros sobre el nivel del mar, contaba con ese clima continental de inviernos bien definidos, pero no severísimos, que la especie requiere. Y las precipitaciones, aunque no son demasiado elevadas, sí son suficientes para las necesidades de este rústico árbol, por lo que la almendra en Toledo era una de las pequeñas cosechas prácticamente aseguradas anualmente, salvo que alguna helada tardía quemase las tiernas flores.
Por todo ello, siguiendo ese determinismo geográfico por el que nuestra realidad viene marcada por las condiciones de nuestro entorno, no es de extrañar que, con el paso de los siglos, haya sido un alimento basado en la almendra, como es el mazapán, el mayor emblema gastronómico de la ciudad de Toledo. Este alimento de maravillosa sencillez (almendra, azúcar o miel, huevo y agua), fue casi un sustento de emergencia en casas y conventos que contasen con una pequeña despensa. El mazapán es todo un símbolo, un embajador y un motivo de orgullo cívico para los que habitamos la ciudad. A poco que se conoce un poco la historia del almendro, el mazapán nos habla de nuestra mezcla de culturas, de nuestra historia y de nuestra austeridad estrechamente ligada a nuestro clima.
Sin embargo, hasta la fecha no se ha valorado suficientemente otra faceta de los almendros toledanos, que no es otra que su espectacular floración que habitualmente tiene lugar en el mes de febrero. Ha sido en las últimas décadas, con el descenso de la cabaña ganadera y la generalización del uso de combustibles en vez de madera para usos cotidianos, cuando se ha producido un notable reverdecimiento de todos los contornos de Toledo, especialmente en el flanco sur de la ciudad. De este modo, los cerros que rodean la ciudad desde la zona de la Academia de Infantería, pasando por todo el Valle y los Cigarrales hasta llegar a Montesión y San Bernardo, han visto cómo en los últimos años su cobertura vegetal se ha incrementado en gran medida. Y es allí, entre encinas, cornicabras, almeces y retamas, donde también han prosperado de modo natural y espontáneo miles de almendros salvajes que, llegado febrero, florecen de manera explosiva llenando de un espectacular manto blanquecino-rosáceo estas, ya de por sí, preciosas laderas toledanas.
En las últimas semanas hemos asistido a este bello adelanto de la primavera (o despedida del invierno) que es la floración del almendro en Toledo, que cada vez se manifiesta con mayor intensidad según van germinando, año tras año, más y más almendras diseminadas tanto por el viento y la gravedad como por la acción de la rica fauna de los contornos de Toledo.
Pobladas por los descendientes de esos primeros almendros cultivados que un día saltaron la valla de huertas y jardines para asilvestrarse, nuestras rocosas pendientes, las vaguadas cigarraleras y los riscos que se asoman al Tajo se engalanan de un modo tan vistoso que ya piden a gritos un mínimo reconocimiento, aunque sea tan efímero como su floración. Esta reivindicación de su belleza ha sido mi humilde objetivo al escribir estas breves líneas para recordar que, a veces, tenemos al alcance de la mano paisajes que nos trasladan imaginariamente a otras famosas y masivas floraciones como las de los cerezos japoneses o los del más cercano Valle del Jerte.
Eduardo Sánchez Butragueño es licenciado en Ciencias Ambientales e Ingeniero Técnico Agrícola, además de director general de la Real Fundación de Toledo, presidente de Unicef Comité Castilla-La Mancha y autor del blog de fotografía histórica 'Toledo Olvidado'.