Javier Cid es uno de los periodistas más mordaces y polémicos de los medios y de las redes sociales. Hace poco más de un año, su texto sobre el bullying se viralizó en redes sociales y tuvo un gran impacto en los medios de comunicación.Hacía más de 25 años que había roto todo contacto con sus compañeros, aque­llos que representaban una de las etapas más oscuras de su vida, y con ese grupo to­dos los recuerdos volvieron de golpe. Como una forma de desahogo ante la ava­lancha de recuerdos, Javier escribió un texto desgarrador en Facebook que acumuló decenas de miles de “me gusta”, comentarios y solicitudes de amistad.

Y ese fue el punto de partida de su primera novela, Llamarás un domingo por la tarde (Plaza & Janés), donde el autor propone un hilarante -y a veces trágico- viaje por todos los males de este siglo. Con la coartada de la soledad, que es la triste enfermedad de los domingos, el protagonista de esta novela emprende un descenso a las cloacas de las redes so­ciales, al tórrido maná del culto al cuerpo, al azote del psicoanálisis. Con el tictac de los cuarenta años siguiéndole los pasos, a punto de estallarle como una bomba de relojería, caminará sin paraguas bajo la tormenta. En este viaje a no-sé-dónde, además de bullying, el lector encontrará pasiones fugaces, revelaciones místicas, gintónics, muertos, tartas de zanahoria e incluso milagros. Javier Cid ha escrito, en palabras de la escritora Rosa Montero, «un divertido y dolorido relato sobre la búsqueda de la felicidad con un narrador barroco, brillante y sentimental que reinventa a los bohemios clásicos».

Así, Llamarás un domingo por la tarde profundiza en los anhelos y preocupaciones de una generación que se resiste a afrontar el paso del tiempo y que, además, se asoma a un pasado demasiado doloroso sin censuras ni cortapisas. Aquella carta que escribió a sus compañeros de colegio, y que ahora es uno de los motores de la novela, decía así:

«Llegó la hora. Sólo le pido a Dios, o a las fuer­zas vaporosas que mueven el mundo, que me alcance la vida para hacer mi revolución a tiempo. Necesito unos días, solo unos días y nada más, y así poder morir en paz, con gran algarabía de pamelas en mis funerales. Hace 25 años que dejé el colegio, y con tal aniversa­rio he sido incrustado en un chat de whatsapp con todos mis ex compañeros. Se está promo­viendo un encuentro para festejar lo felices que eran hace un cuarto de siglo, cuando no tenían más estribillo adolescente que jugar al fútbol y destrozarme la vida. Yo, que tengo poco que ce­lebrar de aquellos años fieros, guardo silencio.Por humillarme, por avasallarme, por robar­me las ganas, la risa y los domingos, también algunos martes. Porque me arrancaron las ganas de hablar, de decir, de ser, durante una niñez que parecía no acabarse nunca. Con 14 años me libré de ellos, creí que por siempre, y ahora resucitan en un grupo de whatsapp que me sonroja, yo que apenas me sonrojo por nada, pues será que no les queda ni un trocito de vergüenza. Por justicia poética, me voy a vengar con lo único que tengo, que es mi palabra, en un ajuste de cuentas legendario.

No lo haré por mí, pues tengo más agallas que todos ellos y a hostias me hicieron más fuerte. Me hicieron más hombre. Mi hicieron ganar. Lo hago por mi madre, a la que los golpes le dolieron más que a mí. Y lo hago por los cha­vales que aún hoy soportan lo insoportable, pues las peores guerras a veces se suceden entre pupitres. Cuando les diga lo que voy a decirles, cuerpo a cuerpo, clavándoles los ojos, les dejaré sin aire. Y entonces, ya sí, ce­rraré esa puerta de una puta vez. Y ahora, si me disculpáis, voy a cenar callos con garban­zos, que son vigorizantes. ¿O acaso creerán que los maricones nos alimentamos de libélu­las y solo ellos comen casquería?».