¿Qué pasaría si no existiesen los derechos sociales, la ley y el orden y reinase la anarquía? Esa misma pregunta se debió hacer Larry Peerce cuando preparaba junto a Nicholas E. Baehr el guion de El incidente (1967), una película dispuesta a explorar los límites de la cobardía y la indiferencia a la que es capaz de llegar el ser humano con tal de salvar el pellejo.
La cinta está protagonizada por un grupo de civiles que han sido secuestrados en un vagón de tren en mitad de la noche. Cada uno de los pasajeros representa, a su manera, los diferentes perfiles que cualquiera se podía encontrar en el corazón neoyorquino en los años sesenta: un homosexual reprimido, dos militares, un hombre negro, una pareja de ancianos, un vagabundo, un alcohólico, una chica joven y su novio bravucón y, así, hasta doce personajes.
Entonces irrumpen dos psicópatas (uno de ellos interpretado por Martin Sheen; este es su primer papel en cine) despojados de toda humanidad. Son, probablemente, el producto más maquiavélico de esa jungla de asfalto. Comienzan a atacar a todos los pasajeros por diversión, entre risas, ebrios de maldad. Uno a uno, y ante la pasividad del resto. "Mientras no me toque a mí, mejor me quedo quieto", parecen decir, asustados, los amilanados viajeros, incómodos ante las agresiones pero para nada dispuestos a combatirlas.
En los ataques de estos dos jóvenes agresores vemos reflejada –de forma simbólica– la homofobia de una sociedad intolerante; la cobardía que le hacen delatar al joven fanfarrón que no se quiere meter donde no le llaman; el silencio de todos ante el maltrato a unos ancianos que tratan de defender su honor; el malestar de una pareja que se odia y acaba abofeteándose mutuamente (y no a quienes les oprimen); el racismo sistémico hacia la población afrodescendiente, etcétera.
Mientras que el hombre sin hogar, del que todos se burlan, representa al Estados Unidos del American Dream, adormecido e indiferente, la brutalidad y la injusticia que se desata a su alrededor genera una situación insostenible que en cualquier momento puede acabar en violencia. Una olla a presión que, efectivamente, revienta hacia el final de la película.
Pero para entender el espíritu de malestar de El incidente –película que, por cierto, es fuente de inspiración tanto para Taxi Driver como para Joker– hace falta remontarse a tres años antes de su estreno y recordar el impacto que generó en la sociedad el asesinato de Kitty Genovese, una joven de 28 años que fue apuñalada y violada ante la indiferencia de los numerosos civiles que escucharon sus gritos de auxilio y no acudieron en su ayuda. "El grito al que nadie respondió", tituló la prensa aquel aciago 14 de marzo de 1964, condenando la pasividad de una sociedad anestesiada y cobarde.
Quizás la reacción de los medios fue exagerada y algo sensacionalista, pero a la gente le hizo pensar. "¿Pasaría de largo si se encontrara con un crimen? ¿O actuaría, jugándome la propia vida, como un héroe de película?". Ni héroes ni santos. Peerce y Baehr parecen tener claro que gran parte de la población pasaría de largo. Y se preguntan por qué la sociedad ha llegado hasta el punto de desconectar del sufrimiento ajeno. ¿Es puro egoísmo o existe un mal que nos aliena y separa del resto?
Parte del problema, sugiere El Incidente, proviene de vivir en una gran ciudad acosada por un ritmo de vida vertiginoso y un materialismo creciente (el famoso vivir para trabajar, que no trabajar para vivir). Ese desapego de lo humano deriva en alienación o violencia, como ocurría con el protagonista de Un día de furia, quien perdía el juicio y tomaba una escopeta tras enloquecer en medio de un atasco.
La desesperación por la falta de recursos culmina en frustración; la drogadicción o el alcoholismo se presentan como el reflejo de una sociedad dependiente e infantil; la ideologías new age lo trivializan todo; la filosofía nihilista acaba derivando en depresión; el racismo, la homofobia o el machismo despiertan violencia, odio y miedo.
La mezcla es un cóctel explosivo de desazón y ansiedad latente. Así retrata Larry Peerce la Nueva York de 1967. ¿Para qué preocuparme del otro si ya tengo yo suficientes problemas? He ahí la importancia del ODS número 10, la reducción de las desigualdades, fuente de todo conflicto social.
Además de verter esta reflexión, El incidente buscaba retratar también el malestar de una sociedad que por aquel entonces sufría el revulsivo de la Guerra de Vietnam y la Guerra Fría. Era el contexto perfecto para rodar un largometraje-denuncia sobre el egoísmo de una nación ensimismada en sus sueños expansionistas y con un profundo complejo de superioridad moral que, a pesar de todo, era incapaz de solucionar los problemas generados en su propio país.
Peerce, como Sidney Lumet con El prestamista (no es casualidad que el actor Brock Peters aparezca en ambas) fue un visionario. La violencia y la criminalidad en Nueva York se disparó durante los años sesenta. Pero la cosa fue a mayores. Tanto, que en la década subsiguiente el Departamento de Policía de Nueva York se vio obligado a repartir un panfleto con una calavera en blanco y negro que exclamaba: "Bienvenido a la Ciudad del Miedo: Una guía de supervivencia para quienes visitan la ciudad de Nueva York".
Hoy suena a ficción, pero en aquella famosa guía de 1975 las autoridades daban consejos a los ciudadanos y turistas para sobrevivir al crimen y la violencia. "Desde enero hasta abril de 1975 los robos crecieron un 21%; los asaltos un 15%; los hurtos un 22% y el robo con violencia un 19%", rezaba el documento, antes de ofrecer 9 consejos, entre los cuales estaba no salir de Manhattan o no pisar la calle más tarde de las seis de la tarde.
La radiografía que Peerce y Baehr hicieron de la desafección de la sociedad neoyorquina fue tan brutal que la película no gustó demasiado el día de su estreno. Sin embargo, vista con el paso del tiempo, se presenta tan acertada, inteligente y brillante como otros títulos de la época de la talla de Bonnie & Clyde, Cowboy de Medianoche, Perros de paja, Malas Calles o Taxi Driver.