Si algo ha evidenciado la pandemia es la vulnerabilidad de los casi 850 millones de personas en todo el mundo que carecen de un suministro básico de agua. O de los 2.200 millones que no disponen de agua potable gestionada de forma segura. Ante esta situación, UNICEF, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, alerta: a menos que el progreso se multiplique por cuatro, miles de millones de personas se quedarán sin acceso a agua potable en 2030.
Pero ¿cómo es realmente el día a día de todas esas personas que no pueden abrir el grifo en casa? Caminar seis kilómetros -o más- para llevar agua a casa, día tras día. Recorrer un camino de piedra descalzos. Enfrentarse a todo tipo de peligros: desde depredadores buscando una presa hasta atracadores, dispuestos a robar agua o asaltar -incluso secuestrar- a mujeres, niñas y niños.
“Crecí en una aldea remota de Malawi en la que las niñas empezábamos a recolectar agua con apenas cuatro años: íbamos a por ella a primera hora de la mañana y recorríamos el mismo camino al menos tres veces antes de ir a la escuela, por lo que la mayoría del tiempo llegaba tarde”, explica Liddah Manyozo.
A sus 37 años, esta asesora técnica del equipo de perforación de la oenegé World Vision rememora aquella época en la que parecía que toda su vida consistiría en recorrer el mismo sendero de tierra cargando sobre su cabeza un cubo de agua. Para ella, mudarse a la ciudad con su tío cuando estaba en séptimo cambió su futuro: en su casa había agua corriente y, de pronto, ir al colegio dejó de ser una odisea. “Me despertada me bañaba, desayunaba y me iba a clase”, recuerda.
Ahora, Liddah intenta poner fin a una práctica que impide a miles de niños y niñas de su país recibir una educación básica. Un ejemplo de su éxito es el de la pequeña Ireen, que ya no tendrá que abandonar la escuela para ayudar a su madre a recoger agua gracias a un proyecto con el que Liddah colaboró el pasado agosto.
“Nunca he sido tan feliz, ahora hay agua tan cerca que puedo ver el grifo desde mi casa”, cuenta emocionada Ireen. Desde finales de año, ya no tiene que enfrentarse a animales salvajes como hienas o serpientes, ni llegar tarde a clase, ni recorrer kilómetros a pie a diario.
“Nunca he sido tan feliz, ahora hay agua tan cerca que puedo ver el grifo desde mi casa”, cuenta Ireen
En plena pandemia, que una aldea tenga agua potable a su disposición, aunque sea comunitaria, no sólo facilita las labores domésticas o la educación: se vuelve la primera barrera para luchar contra el virus.
Además, como asegura Liddah, brinda la oportunidad a las mujeres de contribuir con su tiempo y conocimiento a crear una comunidad mejor. Porque, puntualiza, “si pasan la mayor parte del tiempo buscando agua, no pueden cuidar a sus bebés, ni preparar comida, ni obtener ingresos, ni apoyar a sus hijos e hijas con los deberes”. La vida se limita a recoger agua e intentar sobrevivir.
De Malawi a Mozambique y Ghana
Pero esta situación no acaba en Malawi, sino que se extiende por toda África subsahariana -y traspasa las fronteras del continente hasta llegar a Asia o Latinoamérica-. En la aldea de Tulua, en la provincia de Nampula en Mozambique, Dércio, un niño de 14 años lleva una década recorriendo, descalzo, junto a su madre caminos de piedra durante más de dos horas cada noche. Demasiadas son las veces que, recuerda, les han intentado robar el agua que tanto necesitaban en su hogar.
Desde que su comunidad cuenta con varias bombas para extraer agua de pozos, ni Dércio ni su madre han tenido que volver a enfrentarse a los peligros de la noche. “Ahora nuestra vida es mucho más simple, es una cosa menos por la que preocuparnos”, dice el joven.
Además, la escuela de primaria de Tulua ya ha instalado su propio grifo, lo que hace que la enseñanza de una higiene adecuada sea más sencilla para los maestros. Algo de lo que también saben en la escuela básica de Akokoaso, en Ghana.
Con la llegada de la covid-19, lavarse las manos se convirtió en todo un reto para los escolares en un centro en el que no había agua corriente. Estudiantes como Kofi y algunos de sus compañeros eran los encargados de transportarla.
“Beber en el cole era todo un reto y no podíamos desperdiciar agua en lavarnos: traíamos agua de casa y, como jugamos mucho y tenemos mucha sed, no nos duraba todo el día. Algunos nos ausentábamos para ir a por más, pero perdíamos clase”, explica este alumno de 5º de Primaria.
Pero hace pocos meses, una colaboración entre World Vision y Grundfos hizo posible lo que antes era un sueño. Ahora la escuela de Kofi cuenta con agua corriente y una zona de lavado de manos.
“Al tener agua potable, los niños se quedan todo el día en la escuela”, asegura el profesor de Kofi
“Ya no nos tenemos que preocupar de cargar el agua o de que no haya suficiente para todos”, dice y asegura que ya no falta a clase y que sus notas han mejorado notablemente. Su profesor coincide: “Al tener agua potable, los niños vienen más contentos a la escuela y se quedan todo el día”.
Agua para más que beber
En Riang-Awet, en Sudán del Sur, el agua potable no solo ha reducido el número de casos de diarrea, fiebre tifoidea o cólera. O ha permitido que los niños vuelvan a las escuelas y las mujeres formen parte activa de la comunidad y se vean menos expuestas a la violencia.
El acceso seguro a agua también implica poder “expandir granjas y cultivos y combatir el hambre”. Así lo explica Nyibol Aleu Ayieny, una madre de seis hijos de 38 años que ya no tiene que caminar 15 kilómetros diarios.
Un recurso escaso que en muchos países se da por sentando, para millones de personas es casi un lujo. Una sola gota de agua puede cambiar el rumbo de millones de vidas.