La perversión de la pena de muerte: el sonambulismo judicial de Lumet en '12 hombres sin piedad'
El cineasta expuso las consecuencias de la mala praxis del sistema judicial estadounidense en una obra asfixiante que condena la pena capital.
29 abril, 2022 03:1312 hombres enlatados en una asfixiante habitación. Deben debatir sobre si un joven acusado de asesinato es o no culpable. 11 de ellos lo tienen claro: se dejan llevar por las pulsiones, la opinión de los demás, los prejuicios. El duodécimo integrante, un comedido y cabal Henry Fonda, desconoce si el reo es inocente, pero desde luego no tiene claro que sea culpable.
Así que siembra la semilla de la duda, que poco a poco germina en la conciencia del resto. El jurado número 12 –no en vano siempre vestido de blanco, como un ángel guardián– utiliza la argumentación y la lógica, no la retórica populista, para convencer a sus compañeros. Lo que al principio era una evidencia absoluta se transforma en una duda razonable. Con esta sencilla historia, Sidney Lumet firmaba su obra maestra: 12 hombres sin piedad.
La película no contaba con los recursos que a Lumet le hubiera gustado. De hecho, tenía tan poco presupuesto que Henry Fonda, al ver los trampantojos de las ventanas, se echó a reír por lo cutres que le parecieron y animó al director a ver alguna película de sir Alfred Hitchcock, el maestro de los decorados. Fonda venía de trabajar en Falso Culpable, por lo que el rodaje low cost de 12 hombres sin piedad, del que también fue productor, le generó una justificada desazón. No sabía hasta qué punto la película iba a funcionar.
Al fin y al cabo, se trataba de una obra teatral protagonizada por doce personajes (todos hombres) encerrados en una habitación. En manos de otro director, el resultado habría sido un soporífero plomazo.
Pero Lumet propone una narrativa que, a pesar de su clasicismo, utiliza un lenguaje audiovisual ingenioso e inmersivo que consigue convertir el tedio en asfixia, el debate sesudo en misterio, y adereza y humaniza el encuentro con momentos de distensión –como una lluvia primaveral o una visita al retrete– que sirven como interludio o respiro al complejo debate dialéctico que el resto del tiempo llevan a cabo los doce jurados.
Un ejemplo para comprender la habilidad narrativa de Lumet: al comienzo de la película los planos están rodados con lentes angulares. El espacio se siente abierto, panorámico, más grande de lo que realmente es. Los personajes están más separados. La interpretación de los actores es sosegada.
Conforme evoluciona el debate de la mesa, las distancias se acortan y las camisas de los hombres se llenan de sudor; también comienzan a perderse el respeto y hasta el juicio. Lumet deja atrás los angulares. La película acaba rodada con teleobjetivos, lo que da lugar a planos muy cortos con muy poca profundidad de campo en los que los rostros se agigantan y ocupan la pantalla entera, como las aterradoras máscaras de La mujer de la arena.
Ese juego de aproximación a través de la planificación sumerge al espectador en una tensión creciente que culmina en un apoteósico estallido de violencia verbal que pone al descubierto la podredumbre moral de algunos jurados, abiertamente racistas. ¿Qué importa si el acusado es o no inocente? Al fin y al cabo, es extranjero, así que algo acabará haciendo. Mejor prevenir que curar, ¿no?
Otros directamente utilizan el sistema judicial y su poder como jurados para rendir cuentas con sus propios traumas, como hace el personaje de Lee J. Cobb, en la que es una de las mejores interpretaciones de toda su carrera.
Con 12 hombres sin piedad Lumet firma una obra maestra que es a la vez un riguroso retrato del sonambulismo judicial y una despiadada crítica contra la pena de muerte, que no sólo la cataloga de inmoral sino de peligrosa, ya que las decisiones de culpar o no a un presunto criminal pasan por las manos del hombre, y este yerra más que acierta.
Esa idea queda representada en la descomunal escena en la que los once jurados, ya convencidos de la inocencia del reo, dan la espalda al único que se mantiene intransigente, derrotado y desesperado. No sólo es la vergüenza de quien es un racista supremacista, sino que el sistema judicial esté representado por este tipo de personajes.
El éxito de 12 hombres sin piedad fue demoledor. En 1958 ganó el Óscar a mejor película, mejor director y mejor guion adaptado (la trama parte del libreto de Reginald Rose para teatro) y se convirtió en uno de los dramas judiciales de referencia de la historia del cine. Aún hoy conserva un estatus privilegiado, ya que muchas listas de cine y profesionales la consideran una de las diez mejores películas de la historia. Además, inauguró oficialmente la larguísima trayectoria de Lumet como director de largometrajes (hasta entonces había trabajado esencialmente en televisión).
Lumet, un director siempre comprometido con el humanismo pero sin destilar una plomiza ideología, fue el máximo representante de lo que él mismo denominó "cine invisible" ("el buen estilo es el estilo invisible", llegó a escribir en Making Movies), nos regaló otras historias maravillosas como las de Punto Límite, Network, Tarde de perros, Serpico o El prestamista.