Si eres de los que guarda todos y cada uno de los archivos (fotos, vídeos, documentos...) que se crean, siguiendo la peligrosa máxima del 'por si acaso', lo más probable es que hayas desarrollado lo que se ha denominado síndrome de Diógenes digital, que no es otra cosa que una hipérbole un síndrome de acumulación compulsiva en la nube. Al contrario de lo que se puede suponer, la nube no es infinita (ni tampoco la alternativa más 'verde' a los racks analógicos de almacenamiento y procesamiento de datos que le preceden). Esos datos están en alguna parte ocupando un espacio y consumiendo recursos energéticos (e hídricos para su refrigeración)

Se estima que cada segundo los usuarios realizan 5,9 millones de búsquedas en Google, comparten 66.000 fotos en Instagram, suben 500 horas de video en YouTube y envían 231,4 millones de correos electrónicos. Estas cifras dan una idea pormenorizada de la cantidad de información que generan los 5.300 millones de personas —el 66% de la población mundial— que tienen acceso a internet. Y todas esas decenas de zetabytes (1.000 millones de terabytes) se almacenan en un lugar físico: los centros de datos. 

Mundialmente, este tipo de instalaciones, que también se dedican al procesamiento de datos, consumen aproximadamente el 1% de la demanda total de electricidad del planeta. Según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), emplean más de 240-340 teravatios por hora (TWh) de electricidad —excluyendo los 110 TWh consumidos por el negocio de las criptomonedas—.

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Este dato equivale al 0,3% de las emisiones mundiales de carbono. Y, con vistas a la ampliación del acceso a internet y al auge de la tecnología actual, se espera que esta cifra alcance el ocho por ciento en 2030. Además, se ha estimado que el uso total de electricidad por parte de Amazon, Microsoft, Google y Meta se ha más que duplicado, hasta los 72 TWh, entre 2017 y 2021.

Estas son las cifras aproximadas que arroja el organismo internacional de la energía, a pesar de que resulta muy complejo cuantificar el impacto medioambiental de los centros de datos en el mundo.

El coste real de un correo electrónico

Lejos quedan aquellos años en lo que se empleaban los archiconocidos disquetes que apenas tenían capacidad para albergar 1,44 MB. Hoy por hoy, el almacenamiento está en la palma de una mano. Y las transferencias y el procesamiento de información están a la orden del día. Es algo que ocurre cuando simplemente se envía un correo electrónico, cuando se sube un archivo a la nube y se comparte el enlace o en el momento en el que se realiza una búsqueda rápida en Google. En definitiva, son torrentes y torrentes de datos que se generan cada segundo. 

Todas esas pequeñas acciones tienen también un coste: emiten unos pocos gramos de dióxido de carbono a la atmósfera. Un solo correo electrónico de un teléfono a otro emite 0,2 g CO₂ equivalente —la energía con emisiones de gases de efecto invernadero asociadas—. El libro The Carbon Footprint of Everything del investigador Mike Berners-Lee, experto en huella de carbono, da cuenta de este dato y de otros hábitos con un coste de carbono. Ahora imagina el impacto de esta minúscula acción si los 5.300 millones de internautas en todo el mundo la llevaran a cabo. 

El vertiginoso desarrollo de aplicaciones de las TIC y la aceleración de su demanda, como es el caso de la inteligencia artificial (IA), el blockchain o la robótica, así como de su dependencia, hace preguntarse hasta qué punto la aparición de estas tecnologías está sirviendo de contrapeso a los esfuerzos de innovación en eficiencia energética y despliegue de energía renovable. 

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Un equipo de investigadores de la Universidad de Cornell evaluó la huella de carbono resultante de entrenar un modelo de aprendizaje automático (machine learning) con 176.000 millones de parámetros. Descubrieron que el proceso puede emitir más de 50,5 toneladas de CO₂, o lo que es lo mismo, un 25% más que las emisiones durante la vida útil de un coche estadounidense medio.

Otro equipo de científicos, de la Universidad de Cambridge, determinó que el análisis de grandes conjuntos de datos puede emitir 17,3 toneladas de CO2e, el equivalente en carbono de 346 vuelos entre París y Londres. La IA y la ciencia de datos son, por tanto, una tendencia importante que impulsa el crecimiento del almacenamiento y procesamiento de datos. Esta última actividad, en auge hoy por hoy, será la que más contribuya al incremento del uso de energía de las TIC; el simple almacenamiento de datos no incurre en grandes gastos desde el punto de vista medioambiental—.

"A medida que los datos y los análisis se han ido convirtiendo en el combustible del éxito empresarial, el aumento de los centros de datos está superando nuestra capacidad para mitigar las emisiones de carbono resultantes" escribe Jonathan Friedmann, cofundador y consejero delegado de Speedata, para el blog UpSide de The Data Warehousing Institute, una división de 101 communications dedicada a ayudar a las organizaciones a aumentar su comprensión y uso de la inteligencia empresarial. 

Efectos 'rebote'

Otro de los escollos que amenazan con catapultar el consumo de energía —y las consecuentes emisiones de CO₂— la incansable persecución de la eficiencia, sin advertir de los efectos en las sociedades. Así lo identificaron un grupo de científicos encabezados por Kelly Widdicks, de la Universidad de Lancaster, en un estudio publicado en la revista Patterns en 2021. "Las mejoras de la eficiencia reducen el coste del bien o servicio, lo que puede fomentar un aumento de la demanda", escriben.

Y lo hacen rescatando un dato de un estudio publicado en la revista científica Nature Climate Change en 2012: "En toda la economía mundial, la eficiencia energética en el suministro de la mayoría de los productos y servicios ha ido de la mano de un crecimiento medio del 1,8% anual de las emisiones mundiales de carbono desde 1850". Este tipo de externalidades se denominan efectos de rebote (rebound effects). 

"Hay tres razones para creer que las emisiones de las TIC son mayores de lo estimado y que van a aumentar", argumentan Kelly Widdicks y la decena de coautores de la investigación. Primero, "Los efectos de rebote se han producido desde de las TIC, y es probable que continúen sin intervención". Segundo, "los estudios actuales sobre la huella de carbono de las TIC cometen varias omisiones importantes en torno a las tendencias de crecimiento de las TIC". Y, tercero, "hay una inversión significativa en el desarrollo y la adopción de blockchain, IoT (Internet de las cosas) e IA". Todas estas tendencias, según los científicos, socavan los esfuerzos para alcanzar los compromisos en materia de emisiones del sector. 

"Es probable que el énfasis político predominante en la mejora de la eficiencia, el uso de energías renovables y la economía circular sea insuficiente para invertir el crecimiento de las emisiones de las TIC", advierten en el documento. Por eso, llaman a una actuación más contundente en materia de legislación. 

¿Son datos fiables?

Pero antes de embarcarse a formular políticas que tengan en consideración estos factores, conviene revisar los datos. Algunos científicos, como David Mytton, de la Universidad de Oxford, han advertido de la inexactitud de los datos que se manejan sobre el impacto medioambiental de las actividades de los data centers.

Él, junto a Masao Ashtine, revisaron los informes sobre el uso energético de los centros de datos publicados en los últimos 16 años y publicaron sus resultados en un artículo titulado Sources of data center energy estimates: A comprehensive review para la revista científica Joule Review.

Y constataron una falta de precisión en los datos que se presentaban. Eran cifras, que cuando estaban disponibles, se basaban en datos secundarios, de estimación o de extrapolación. Esta falta de información exacta, podría conducir a los politicos a tomar decisiones equivocadas.

Este peligro se suma a la incertidumbre sobre el crecimiento real de las TIC. "La falta de información precisa sobre el consumo energético de los centros de datos y sobre cómo crecerá ya está teniendo repercusiones", advirtieron Mytton y Ashtine en un comunicado anexo a la publicación.