El agujero de la capa de ozono fue el gran drama medioambiental que recuerdan de su niñez los nacidos en los 70 y los 80. Protagonizó campañas de todo tipo en medios y hasta una aventura del mítico Superlópez —si no me creen, busquen Los ladrones de ozono, que por el mismo precio conmemoraba el Quinto Centenario en 1992—. En el imaginario colectivo, es un problema superado.
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De hecho, no es raro leer en prensa titulares que avisan de que la ONU ya da el agujero por cerrado. Aunque a veces no aclaran que el cálculo es para 2066, y que puede sufrir variaciones, e incluso verse empeorado por el calentamiento global.
José Luis García Ortega, de Greenpeace España, explica a ENCLAVE ODS que “cuando un problema ambiental de envergadura global se ve encarrilado, llega la esperanza: hemos conseguido evitar el desastre. Pero no está resuelto. Todavía seguimos produciendo gases que dañan la capa de ozono, y los que se emitieron antes de ser prohibidos siguen en la atmósfera y tardarán mucho tiempo en desaparecer”.
Si una lección extrae García de cara al calentamiento global y la actual crisis climática es que “hay que actuar a tiempo o las consecuencias serán peores. En ese caso, se hizo lo que se tenía que hacer, prohibir. Ahora estamos retrasando tomar decisiones, hablando de reducir emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) cuando la ciencia también lo ha dicho claro: solo sirve emisiones cero”.
Hablar de “agujero” y de “abrir” o “cerrar” es una metáfora para concentraciones de ozono anormalmente bajas en la estratosfera, poniendo en peligro la protección que este da a los seres vivos frente a la radiación solar ultravioleta más nociva, y dejando pasar la beneficiosa.
Así surgió la capa de ozono
Los químicos Mario Molina y Sherwood Rowland, más tarde ganadores del Premio Nobel, fueron los primeros en advertir que los gases clorofluorocarburos (CFC) —como el cloro o el bromo, presentes en refrigerantes o aerosoles hasta su prohibición— destruían el ozono en determinadas condiciones.
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Lo hicieron en 1974, pero no fue hasta 1985 que se detectó el famoso “agujero” sobre la Antártida, en la que el frío en la circulación del aire favorece la destrucción de ozono cada primavera. En 1987 se aprobaba el Protocolo de Montreal, que prohibía dichos gases, cuya producción, pese a la resistencia de la industria química, se ha reducido desde entonces casi a cero.
“La del Protocolo de Montreal es una historia de éxito. Se aprobó en solo dos años desde que se detectó el problema, se han ido añadiendo enmiendas con nuevas sustancias, está ratificado por todos los países de la ONU y se cumple”, explica Marta Ábalos, investigadora en el Departamento de Física de la Tierra y Astrofísica de la Universidad Complutense de Madrid.
Pero también existe en que no es un problema cerrado: “Lo que hemos empezado a ver es que esas concentraciones bajas de ozono que llamamos 'agujero' ya no siguen aumentando y los primeros signos de recuperación, pero son procesos lentos y sujetos a grandes variaciones porque dependen de la circulación del aire en la estratosfera”.
Los modelos climáticos con química acoplada “predicen que, como pronto, a mediados de este siglo podríamos observar la recuperación, entendida como medir niveles de ozono en el Antártico, iguales a los de 1980 o anteriores”. Pero es un equilibrio delicado, que los humanos aún podemos entorpecer con nuestra actividad.
José Luis García recuerda que el propio calentamiento global que estamos viviendo “dificulta esa recuperación. Las reacciones que catalizan la destrucción de ozono se producen con frío, y el efecto invernadero calienta la baja atmósfera, donde estamos nosotros digamos, y enfría la estratosfera, donde está el ozono”.
Aunque el Protocolo de Montreal sea a muchos niveles un éxito —los CFC también son GEI, así que en parte previno un calentamiento global aún más grave—, para el ecologista “sirve de referencia porque estamos cometiendo un error parecido: retrasar la toma de decisiones”.
Desde 1974 a 1985 dio tiempo a que se crease el célebre ‘agujero’, aunque “el diagnóstico estaba claro. Entonces fueron las presiones de la industria química, estas décadas hemos visto la de los hidrocarburos que es el nervio de toda la economía mundial, pero estamos retrasando igualmente una decisión que la ciencia tiene clara. Y el tiempo se agota”.
Hablamos de decisiones, además, que luego dependen de unos ciclos, los de la circulación de la atmósfera o la estratosfera, que no se miden en escalas humanas, y que se retroalimentan de maneras inesperadas.
Ábalos señala que, por ejemplo, algunas investigaciones apuntan a que el cambio climático puede ayudar a que en determinadas circunstancias el ozono en los polos se recupere antes pero “con riesgo de lo que se llama sobrerrecuperación, de manera que haya demasiado y no deje pasar la radiación ultravioleta que sí que es beneficiosa para la vida”.
En la misma medida, en los escenarios más probables de calentamiento global “se prevé que el ozono también se reduciría en la zona de los trópicos. Es un equilibrio muy complejo y en el que influyen muchísimos factores, porque además los gases emitidos tienen un ciclo de vida que puede durar siglos”, explica la investigadora.
Por las mismas razones, García insiste en la lección de que “el factor tiempo es fundamental y el beneficio de la acción tardaremos en verlo décadas. Pero, en el caso de la crisis climática, cada día que pasa el problema es peor y la envergadura de las consecuencias será más grave”.
La dinámica del planeta, explica, “no funciona como que tú le das a un botón y se detiene lo que esté pasando. Es más parecido a ir a 200 kilómetros por hora por una carretera, y para no estrellarte, pasas de acelerar a frenar".
Y concluye: "Entre que empiezas a frenar y te paras, recorres muchos metros. En la capa de ozono ya le dimos al freno y el coche aún no se ha detenido. En el calentamiento global seguimos discutiendo si dejamos de acelerar".