Los números no mienten: no nos podemos permitir a los ricos. No lo dice un meme de una cuenta de extrema izquierda que te llega por redes sociales ni una declaración del ganador de algún premio de cine. Lo dice la revista Nature.
Y empieza con dos datos: entre 2020 y 2022, el 1% de las personas más ricas del mundo se hizo con casi el doble de la nueva riqueza global que recibió que el otro 99% de las personas del planeta. Ese mismo 1% en 2019 emitió tanto dióxido de carbono como los dos tercios más pobres de la humanidad.
La conclusión del artículo, titulado muy explícitamente Por qué el mundo no puede permitirse a los ricos (Why the world cannot afford the rich), es cristalina: a mayor diferencia entre ricos y pobres en una sociedad, mayor inseguridad, peor salud pública, peor medio ambiente, peores niveles de educación…
Los autores son dos epidemiólogos británicos, el profesor Richard G. Wilkinson, de la Universidad de Notthingham, y la profesora Kate Pickett, de la Universidad de York. Sus conclusiones se basan en el trabajo de toda una vida (en 2009 publicaron también juntos el ensayo Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva, editado en España por Turner), pero sobre todo en su experiencia durante la pandemia de la Covid-19. Las sociedades más desiguales fueron las que sufrieron más mortandad.
Wilkinson y Pickett vienen a decir lo mismo que el Objetivo de Desarrollo Sostenible número 10, el que plantea reducir la desigualdad en y entre los países. Y no por algún sentido de la justicia, sino porque “amenaza el desarrollo social y económico a largo plazo” y “frena la reducción de la pobreza”. Es imposible “lograr un desarrollo sostenible y mejorar el planeta si se priva a la gente de la oportunidad de tener una vida mejor”.
Los investigadores británicos presentan en Nature una serie de ejemplos sacados de nuestra actualidad y a partir de una combinación de datos económicos, ecológicos y sociales. Por ejemplo, en el caso de la inseguridad, comparan las democracias liberales occidentales entre ellas. La más desigual económicamente, EEUU, tiene una tasa de homicidios 11 veces superior a la más equitativa, Noruega. Los niveles de bienestar ni se discuten en ese sentido.
Pero es que además defienden que a mayor desigualdad, menos políticas ambientales eficientes. El artículo se terminó de redactar antes de las protestas de los agricultores que han paralizado gran parte de la Unión Europea estos primeros meses de 2024, pero citan como ejemplo las protestas de los chalecos amarillos en 2018 en Francia, con las que tanto tienen en común.
El impuesto ecológico sobre los combustibles del presidente Macron “fue visto como injusto, particularmente para los pobres de las zonas rurales, para quienes el diésel y la gasolina son necesidades", explican en el artículo. Y añade: "En 2019, el gobierno había abandonado la idea. De manera similar, los camioneros brasileños protestaron contra los aumentos del impuesto al combustible en 2018, lo que interrumpió las carreteras y las cadenas de suministro".
Todos los indicadores medioambientales son mejores en sociedades con menores índices de desigualdad: contaminación del aire, reciclaje de materiales de desecho, las emisiones de carbono de los ricos, avances hacia los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, y cooperación internacional (esta se mide en función de los tratados de la ONU ratificados y evitación de medidas coercitivas unilaterales).
En ese sentido, recuerdan informes como el del Banco Interamericano de Desarrollo, cuyo enfoque local es fácilmente extrapolable. A través de casos concretos de shocks climáticos en regiones del Caribe, el interior de Brasil o Bolivia, advertían que a mayor pobreza, mayor vulnerabilidad ante la crisis climática y, por tanto, mayores dificultades para que las sociedades se recuperen o lo prevengan. Los datos mostraban una correlación directa entre incremento de las temperaturas y hundimiento del PIB local.
Por otra parte, lo que defienden Wilkinson y Pickett ya no es solo una cuestión social o medioambiental, es también económica. Un informe de 2022 del World Inequality Lab advertía de como a raíz de la inflación provocada por la Guerra de Ucrania, el 10% de la población más rica del mundo había pasado a recibir el 52% de los ingresos y la mitad más pobre y vulnerable solo gana el 8,5% del PIB mundial.
Y advertía que esta distribución no es rentable, en términos de economía pura y dura. La inequidad hace a que la mayoría de las empresas pierdan mercado porque amplios sectores sociales de la población se quedan de poder adquisitivo para poder consumir. La desigualdad “no aumenta el mercado ni favorece la creación de riqueza ni el desarrollo económico”.
Las soluciones que ofrecen los investigadores británicos o los economistas más prácticos no son particularmente originales. En primer lugar, Wilkinson y Pickett piden lo mismo que pedían en 2009 y no se les hizo caso: impuestos progresivos y políticas económicas públicas que redistribuyan la riqueza.
En ese sentido, defienden que la única manera de implementar políticas de transición energética o contra la crisis climática realmente efectivas es “defender con firmeza que toda la sociedad debe contribuir a financiar la transición a la energía limpia y la buena salud”.
Y regresan al ejemplo de Estados Unidos, la principal economía del mundo y espejo de democracias. En ese país los impuestos sobre los ingresos más altos estuvieron muy por encima del 70% durante aproximadamente la mitad del siglo XX, mucho más altas que la tasa máxima actual del 37%.
Así, piden la creación de impuestos al consumo, calculado sobre la base de los ingresos personales y restándole el ahorro, para que sea realmente justo y no penalice a las rentas bajas. “A diferencia de los impuestos al valor agregado y a las ventas, un impuesto de este tipo podría hacerse muy progresivo”, defienden.
Finalmente, una medida complicada y que necesitaría grandes acuerdos a nivel internacional, pero que sería decisiva tanto para la desigualdad económica como para el medio ambiente: acabar con los paraísos fiscales. Se estima que la evasión fiscal de las grandes empresas cuesta a los países pobres 100.000 millones de dólares al año, cantidad suficiente para educar a 124 millones de niños más y prevenir quizás 8 millones de muertes maternas e infantiles al año.
Wilkinson y Pickett finalizan así su alegato: “Reducir la desigualdad económica no es una panacea para los problemas de salud, sociales y ambientales, pero es fundamental para resolverlos todos. Una mayor igualdad otorga los mismos beneficios a una sociedad independientemente de cómo se logre”.