Hay un lugar a orillas del río Mantaro, en Perú, en el que la expresión "donde hay agua, hay vida" se dice con resignación. Los habitantes de La Oroya, epicentro de la metalurgia por su posición estratégica entre la sierra y la selva, llevan más de 40 años resistiendo al olvido institucional. Aun así, no callan: piden justicia con las mismas ganas con las que lloran un goteo de pérdidas y afecciones derivadas de la exposición a metales pesados que no se ha detenido desde entonces.
Ahora, finalmente, los tribunales les han escuchado. A finales de marzo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenó a Perú por los niveles de contaminación que generó durante años una empresa metalúrgica en esta comunidad de 33.000 habitantes. La sentencia responsabiliza al país por no proteger sus derechos a un medio ambiente sano, la salud, la protección judicial y el derecho a la niñez, entre otros.
El último es, precisamente, uno de los puntos más lamentados por la CIDH, ya que dos menores de 14 y 5 años murieron como resultado de las enfermedades adquiridas por la contaminación. El fallo, que refleja cómo la falta de regulación de la industria metalúrgica en la región frustró los proyectos de vida de al menos 80 oroyinos, sienta un precedente en el corpus de litigios climáticos y obliga al Estado a compensar a las víctimas por su inacción.
En el cerro de La Oroya, los colores vibrantes de las casas y los puestos de comida contrastan con la imponencia de su complejo minero. Algunas familias pueden contar con las palmas de sus manos los metros que las separan de las chimeneas industriales. El paisaje les sirve como recordatorio de lo que respiran a diario: metales pesados que contaminan el suelo, la vegetación y los tejidos… hasta llegar a ellos.
"Desde niña, cuando teníamos una plantita, los profesores nos decían que la cuidáramos como nuestra vida, ¿y qué pasaba? Que ni 15 días duraban, pese a que la regabas y le hablabas con cariño. ¡Cuántas plantas al año mi mamá compró para que crecieran, pero nunca lo hacían... se secaban!", lamentaba una joven Maricruz Aliaga ante la CIDH en 2022. Según su testimonio, lo que ocurría con las plantas también reflejaba los problemas que sufrían los vecinos.
Cuando materiales como el plomo, el cobre o el zinc se infiltran en el organismo, provocan los más diversos síntomas de enfermedad: daños hepáticos, trastornos nerviosos, deformaciones… Una vez se emiten, pueden permanecer en el ambiente cientos de años. Son la condena invisible de varias generaciones de familias en La Oroya. Paradójicamente, también fueron por muchos años su sustento, pues la misma industria que les intoxicó dio trabajo a los mineros de la zona.
40 años pidiendo justicia
El pulso contra el complejo comienza en 1922, cuando este se abre como lugar de procesamiento de minerales polimetálicos explotados por la empresa norteamericana Cerro de Pasco Cooper Corporation. En 1974, el centro se nacionalizó y pasó a manos del Estado a través de Centromin hasta 1997, cuando fue comprado por Doe Run Perú SRL. Estuvo activo bajo el control de esta empresa hasta 2009.
Hoy, la quietud en estas instalaciones acentúa aún más la postal desértica y adornada por roca blanquecina que ofrece su enclave. En uno de los muros del complejo metalúrgico se puede leer un envejecido letrero: "Doe Run Perú no contamina el río Mantaro". A su lado sonríe un minero dibujado con un trazo infantil, quizá para hacer más simpática aquella afirmación que al pueblo de La Oraya nunca llegó a convencer.
Yolanda Zurita fue una de las primeras personas en emprender acciones en defensa de un plan especial multisectorial que atendiese a los afectados. Su periplo comenzó en 1979, cuando "ni siquiera se decía que el plomo hacía daño", asegura en una entrevista con el diario Huanca York Times. "Las promotoras de organizaciones vinculadas al complejo decían que si un niño tenía plomo aquí era porque su madre no le había enseñado hábitos de higiene", cuenta.
Aquel año, la activista y cuatro personas de la localidad sufrieron convulsiones. "En la parroquia existía un Comité de Derechos Humanos y una subcomisión de derechos ambientales. Organizaron un evento con dos puntos, el PAMA de Centromin y el de Doe Run, para analizar los riesgos a la salud del plomo y del dióxido de azufre", explica.
Tardó unos meses en vincular estos efectos a su enfermedad y empezó a manifestarse. No fue la única. Las preocupaciones de los oroyinos dieron paso a un movimiento ciudadano que por momentos llegó a ser objeto de las hostilidades y agresiones de trabajadores que veían peligrar sus puestos de trabajo. "Me ha costado amenazas y difamaciones, pero Dios me dio la fuerza para seguir adelante; estamos dejando algo que podría asegurar el futuro", defiende.
En 2006, el Tribunal Constitucional instó al Gobierno peruano a tomar medidas para proteger la salud de los habitantes de La Oraya. Un año más tarde, la CIDH dictó medidas cautelares para proteger la salud de 79 vecinos —que no llegaron a cumplirse— y en Estados Unidos se interpuso una demanda en nombre de más de 1.700 niños por los daños derivados de la contaminación en la zona. Doe Run reaccionó con una demanda al Estado que más adelante sería desestimada.
Recientemente, un grupo de trabajadores constituidos en empresa bajo el nombre de Metalúrgica Business Perú se han adjudicado las instalaciones mediante una dación en pago por los salarios que se les debían. Sin embargo, la población ve improbable que estos sean capaces de hacerse cargo de las exigencias financieras del complejo, que poco a poco se va convirtiendo en un fantasma más del pasado esplendor minero de la provincia de Yauli.
Según la Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente (AIDAS), la mayoría de los vecinos contaminados presenta niveles de plomo superiores a los recomendados por la Organización Mundial de la Salud. Quienes viven allí son más propensos a desarrollar cáncer por la exposición histórica a metales pesados. Aunque sus efectos no son inmediatamente perceptibles, estos pueden ser irreversibles a largo plazo y resultan más graves en menores, mujeres y ancianos.
Un veredicto sin precedentes
La comuna de La Oroya está entre los 50 lugares más contaminados del mundo incluidos en un reporte elaborado en 2022 por David Boyd, relator de la ONU sobre derechos humanos y medio ambiente. Esta primavera, sin embargo, a los vecinos se les atranca algo menos la respiración. Sienten que por fin se ha hecho justicia.
En el fallo de 220 páginas emitido por la CIDH se incluyen indemnizaciones a partir de 15.000 dólares para cada una de las víctimas directas afectadas por la contaminación, que ascienden a los 25.000 en el caso de los menores, mujeres y personas mayores —por su condición de especial vulnerabilidad— y a los 35.000 dólares para las familias de los fallecidos por la polución.
El caso se refiere a 80 demandantes que se agrupan en 17 familias y 6 personas individuales; de ellos, 38 son mujeres y 42 hombres. La Corte dictó que el Estado vulneró sus derechos como resultado de la inacción ante la actividad del complejo. También que no brindó respuesta a las denuncias formuladas por los activistas que sufrieron actos de hostigamiento durante sus acciones ambientales, incumpliendo así su deber de investigar la situación.
La sentencia, además de obligar a Perú a pagar una indemnización justa para los afectados, lo responsabiliza de la falta de supervisión y fiscalización del complejo y subraya la necesidad de adoptar medidas para prevenir futuras situaciones similares. A partir de ahora, el Estado deberá poner en marcha un programa que contemple la reubicación de las familias afectadas, tratamiento médico especializado y apoyo psicológico gratuito.