Nueva York, Madrid, Londres, Milán… La moda no ha dado tregua este septiembre. Ha sido un mes repleto de eventos, pero finalmente hoy, 1 de octubre, nos despedimos de manera oficial de las pasarelas y desfiles hasta próximo aviso. Lo hacemos por todo lo alto, con un cierre —como ya es habitual— de la mano de la Fashion Week de París. Y con tantas nuevas colecciones, prendas e innovaciones, nos preguntamos: ¿qué se esconde realmente detrás de este mundo de apariencia tan idílica?
La industria de la moda, particularmente el fast fashion, ha revolucionado nuestra relación con la ropa, permitiendo a los consumidores acceder a prendas de tendencia a precios reducidos. No obstante, este modelo de producción intensivo también tiene un lado oscuro que resulta imposible dejar de lado: se trata de uno de los mayores contribuyentes a la degradación medioambiental y a la explotación laboral en el mundo.
¿Cómo es eso posible? Precisamente el término fast fashion hace referencia a la producción en grandes cantidades de ropa barata siguiendo las modas más recientes, haciendo posible que los consumidores renueven sus armarios constantemente, con una rotación de colecciones que parece no tener fin.
Este modelo de negocio ha fomentado un comportamiento de consumo acelerado y, según datos de Slow Fashion Next, hoy en día las prendas se utilizan la mitad de tiempo que hace 15 años y se descartan después de solo siete u ocho usos en muchos casos.
La cara oculta
Este ciclo acelerado de compra y desecho tiene graves consecuencias. Para empezar, la producción textil es una de las industrias más contaminantes del planeta. Según datos de la Fundación Ellen MacArthur, el sector de la moda es responsable del 10% de las emisiones globales de efecto invernadero, superando incluso a la aviación y el transporte marítimo combinados.
Y es que producir tan solo una prenda genera una gran huella de carbono debido al uso intensivo de energía, particularmente en fábricas ubicadas en países donde se utilizan combustibles fósiles para alimentar la producción.
Entre los aspectos más alarmantes de esta disciplina se encuentra el uso de agua. Se calcula que esta industria es responsable del 20% de la contaminación industrial a nivel mundial. Tintes, productos químicos y pesticidas son sus mayores enemigos.
De hecho, para fabricar un solo par de vaqueros, por ejemplo, se requieren entre 7.000 y 10.000 litros de agua. A esto se suma el hecho de que los procesos de teñido y acabado de telas emiten productos químicos peligrosos que, además, contaminan ríos y otro tipo de fuentes.
En Bangladés, uno de los principales productores de ropa del mundo, el 80% de las aguas residuales de la industria textil se vierten sin tratar, lo que provoca la contaminación de las fuentes de agua potable y la destrucción de los ecosistemas locales.
Además, los materiales utilizados en el fast fashion, como el poliéster, contribuyen a la degradación medioambiental. Cada vez que se lava una prenda sintética, pequeñas partículas de plástico se desprenden y terminan en el océano. En concreto, la Comisión Europea estima que cada año se liberan 500.000 toneladas de microplásticos, gran parte de ellos provenientes de este sector.
La moda en cifras
Para poner en perspectiva el impacto real, consideremos un caso concreto: la fabricación de una camiseta de algodón. Según indican desde Agile Seller, una consulta que se define como "un agente de cambio revolucionando la industria de la moda", producir una prenda de este tipo puede requerir alrededor de 2.700 litros de agua. Por otro lado, el cultivo de este material implica el uso de grandes cantidades de pesticidas y fertilizantes, que contaminan el suelo y los cuerpos de agua circundantes.
En términos de huella de carbono, el proceso de producción de una camiseta puede generar entre cuatro y seis kilos de CO₂, dependiendo de dónde se haya fabricado y cómo se haya transportado.
Además, la mayor parte de estas prendas se producen en países como China, India, Bangladés y Vietnam, donde la energía proviene en gran medida de combustibles fósiles. Esto significa que el transporte de las prendas desde estos lugares hasta los mercados europeos y norteamericanos incrementa significativamente su huella de carbono.
Una vez que la prenda ha cumplido su ciclo de uso, el destino más común es el vertedero. Según una publicación del Parlamento Europeo, el 87% de los materiales utilizados en la producción textil o bien acaban así o incinerados. Tan solo el 1% de ellos se reciclan en nuevas prendas.
El impacto humano
Gran parte de la ropa que se compra en occidente es producida en fábricas ubicadas en países en vías de desarrollo, donde los trabajadores textiles suelen enfrentarse a condiciones precarias y peligrosas. Los salarios habitúan a ser extremadamente bajos, incluso inferiores a lo necesario para cubrir las necesidades más básicas.
La explotación infantil sigue siendo un problema endémico en esta industria. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), más de 170 millones de menores trabajan este sector. Son niños y niñas obligados a trabajar largas jornadas en condiciones peligrosas, afectando a su salud y privándoles de una educación.
El colapso del edificio Rana Plaza en 2013, que albergaba varias fábricas de ropa en Dhaka, Bangladés, dejó en evidencia las condiciones inhumanas en las que trabajan millones de personas. En total, hubo 1.134 fallecidos y 2.437 resultaron heridos en el derrumbe, lo que provocó un clamor global por mejores condiciones laborables.
El 'slow fashion'
Frente a este panorama devastador, ha surgido un movimiento que busca cambiar la manera en que se consume la moda y es el slow fashion. Esta iniciativa promueve la producción de prendas de manera ética y sostenible, con el objetivo de reducir el impacto medioambiental y garantizar condiciones laborales justas.
A diferencia de su versión fast, que se caracteriza por una producción masiva y el consumo desechable, este modelo aboga por una moda más consciente, donde las prendas son duraderas y se fabrican con materiales sostenibles. De este modo, el ideal no solo busca reducir el impacto, sino también transformar la relación del consumidor con la ropa, animando a que se compre menos, pero de mejor calidad.
Uno de los aspectos más innovadores de esta tendencia es la incorporación de nuevos materiales sostenibles en la fabricación de prendas. Un ejemplo revolucionario lo encontramos en Stella McCartney, que ha lanzado su material UPPEAL™, hecho a partir de desechos de manzana.
Vegano y versátil, busca imitar el cuero de cocodrilo habiendo sido confeccionado sin utilizar productos de origen animal y con un proceso de fabricación que reduce significativamente la huella de carbono. Sin duda, una muestra de como la industria de la moda puede avanzar hacia la sostenibilidad sin comprometer calidad ni estilo.
Siguiendo con los biomateriales, encontramos a la autodefinida como "bio-diseñadora" Alicia Valdes. Actualmente afincada en México, esta joven confecciona auténticas maravillas a través de mezclas imposibles que se convierten en textiles. Es capaz de realizar vestidos, faldas, tops o incluso bolsos.
La segunda mano, de moda
La diseñadora británica Katharine Hamnett, conocida por su activismo ambiental y social, ha impulsado un poderoso mensaje en la London Fashion Week con su camiseta "no más víctimas en la moda". Además, en desfiles organizados por eBay, Oxfam y Vinted se promovió la sostenibilidad mostrando ropa de segunda mano y prendar recicladas, destacando la creatividad que puede surgir de reutilizar la moda.
Han surgido numerosas iniciativas y propuestas innovadoras que buscan reducir el impacto. Ejemplo de ello es la plataforma de ropa de segunda mano de Zara, Pre-Owned. Aunque marcha en Reino Unido desde noviembre de 2022 y en España desde el 12 de diciembre de 2023, este octubre busca abrirse camino en Estados Unidos.
Se trata de un servicio que fomenta la circularidad y la reutilización de las prendas, además de ayudar a reducir la cantidad de ropa que termina en los vertederos. Entre sus posibilidades también se encuentran la reparación, como la sustitución de botones o cremalleras, lo que prolonga la vida útil de las prendas y reduce la necesidad de comprar ropa nueva.
También en Estados Unidos encontramos un proyecto de ley basado en la recuperación responsable de textiles en California. Su objetivo es situar la responsabilidad del reciclaje de ropa en manos de los productores y, en caso de que se apruebe, los fabricantes estarán obligados a implementar programas estatales de reutilización, reparación y reciclaje de textiles.
Pero no hace falta irse al extranjero para ser párticipe de la moda sostenible. Recientemente, los verticales de Magas y ENCLAVE ODS se unieron para organizar una Swap Party o, en otras palabras, un evento para intercambiar prendas que ya no usas por otras a las que dar una segunda oportunidad. Celebrado los días 19, 20 y 21 de septiembre contó con más de mil prendas y ahora donará a Cáritas aquellas que no fueron seleccionadas para el trueque.
Acciones para los consumidores
El camino hacia una moda más sostenible no depende únicamente de las grandes marcas o de las innovaciones tecnológicas; los consumidores también tienen un papel crucial que desempeñar. Algunas acciones clave incluyen:
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Comprar menos y de mejor calidad: en lugar de seguir las tendencias efímeras, es importante optar por prendas duraderas, de buena calidad y producidas éticamente.
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Reutilizar y reciclar: comprar de segunda mano o intercambiar ropa con amigos y familiares es una excelente manera de prolongar la vida útil de las prendas y reducir la demanda de nuevos productos.
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Reparar en lugar de desechar: arreglar ropa dañada en lugar de desecharla es una forma sencilla de reducir el impacto ambiental del consumo de moda.
La sostenibilidad a debate
Aunque parece que cada vez el interés por una industria de la moda más sostenible es mayor, la realidad se muestra algo diferente y ejemplo de ello es su baja presencia en la reciente cumbre del clima de Nueva York. El sector aún se muestra distante frente a los objetivos que cumplen su plazo para 2025 y 2030.
De hecho, en un informe publicado la semana pasada por Textil Exchange se demostró que la dependencia al plástico está creciendo y que la producción de fibras sintéticas vírgenes basadas en combustibles fósiles, como el poliéster, ha aumentado de 67 millones de toneladas a 75 millones el año pasado.
Una realidad frente a la que Federica Marchionni, directora ejecutiva de la organización de defensa de la moda sostenible Global Fashion Agenda, se mostraba tajante: "Necesitamos muchos más proyectos reales sobre el terreno que realmente puedan reducir las emisiones y lograr una transición justa".
Porque pese a que innovar puede conllevar cierto coste, la inacción será mucho más cara a futuro. Así lo han asegurado las últimas investigadoes donde se señala que el clima extremo podría eliminar decenas de miles de millones de dólares en las ganancias del sector de la confección y reducir significativamente las ganancias operativas de las marcas para 2030.
Por lo que el escenario, tal como dijo Saqib Sohail, director de proyectos comerciales responsables en el fabricante de mezclilla con sede en Pakistán Artistic Milliners, en un evento en apoyo de un proyecto de ley de Nueva York que aumentaría la responsabilidad de la industria por su impacto ambiental, está definido: "O ganamos colectivamente, o perdemos juntos".