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"La magnitud de nuestros residuos me ha parecido en ocasiones abrumadora y desesperante". Así define el periodista británico Oliver Franklin-Wallis el viaje en que se convirtió su desesperada necesidad por descubrir qué ocurre con la basura que el ser humano genera a diario. 

Su investigación en torno a los desechos humanos comenzó allá en 2019 y culminaba el pasado 2023. Ahora, la plasma en Vertedero. La sucia realidad de lo que tiramos, adónde va y por qué importa (Capitán Swing, 2025), un libro en que analiza en profundidad el impacto de todo lo que acaba en la basura. 

Porque, como explica el propio Franklin-Wallis, es "impresionante". Y escribe que "hoy en día, la industria de los desechos sólidos contribuye en un 5% a todas las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero". Es decir, más que las industrias de transporte marítimo y aéreo juntas. 

Además, como explican desde el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), cuando los residuos acaban en vertederos, la mayoría de los materiales acaban "degradándose o biodegradándose en un periodo de tiempo más o menos largo, que puede durar hasta más de 100 años".

Ese es el punto exacto en el que los gases de efecto invernadero empiezan a convertirse en un problema, en concreto la liberación de metano, capaz de atrapar más calor que el CO₂.

Lodo negro (o amarillo)

Para Franklin-Wallis son especialmente preocupante los lixiviados que rezuman de los vertederos. Este término es el que la industria de los residuos usa "para referirse al lodo negro o amarillo que se forma a partir de la basura en putrefacción". 

Se trata, explica, de "un batido nocivo" compuesto por todas las sustancias químicas y subproductos que uno pueda imaginar. Desde ácidos y metales pesados a bifenilos policlorados que "pueden filtrarse al nivel freático o a los ríos y pasar a nuestro suministro de agua". 

Imagen de archivo de un incendio en el vertedero de neumáticos de Seseña. EFE

Lo más común, explica el autor, es que los vertederos se "sepulten" en una suerte de "ataúdes tóxicos" de "plástico y gruesos cimientos" que retrasan las fugas. Estos también impiden que los desechos se descompongan de manera natural. 

Todas estas medidas de seguridad son, como dice Franklin-Wallis, "costosas", por lo que escasean en todo el planeta. De ahí que "los vertederos de basura ilegales representen más de un tercio de la eliminación total de residuos"

Problema de otro

Una de las preguntas clave que se hace Franklin-Wallis en su libro es cómo acaba, por ejemplo, un envase de jabón de lavavajillas que solo se encuentra en Finlandia en un vertedero de Java Oriental, en Indonesia. Según datos de Greenpeace, se sabe que el 79% de los plásticos desechados hasta la fecha se encuentran en vertederos o directamente en la naturaleza. Habría restos de este tipo de envases incluso a 10.000 metros de profundidad en los océanos. 

"¿Qué hacer si se trabaja en la industria de residuos y se recogen miles de toneladas de plásticos mezclados, contaminados o multicapas que —algo que el público en general desconoce— son imposibles de reciclar o no resulta rentable su reciclaje?". Lo que a simple vista pudiera parecer una pregunta retórica que Franklin-Wallis se hace, tiene una respuesta clara: "Lo conviertes en el problema de otra persona". 

Eso es, precisamente, lo que, como denuncia, lleva décadas sucediendo en Occidente. Porque, escribe, "exportar residuos no es algo nuevo". Explica que, por ejemplo, "durante siglos, se han comercializado papel usado, trapos y chatarra". Y es que los residuos no dejan de ser materiales que pueden tener una nueva vida. 

Sin embargo, dice Franklin-Wallis, "el comercio mundial de residuos en su forma actual no despegó con fuerza hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando los consumidores del norte global comenzaron a atiborrarse de productos baratos fabricados sobre todo en Asia". 

Y recuerda que en la década de los 90 del siglo pasado "el acto de fabricar" se exportó fuera de las fronteras de Occidente con un acelerado proceso de globalización. Así, los contenedores que llegaban a los puertos de los países ricos se encontraban con que no había nada que enviar de vuelta. 

De esta manera, cuenta Franklin-Wallis, para no mandarlos vacíos, "los astutos empresarios comenzaron a llenar los contenedores con nuestro producto más abundante: desechos".  Muchos de esos residuos se reciclaban, pero la gran mayoría acababa en vertederos —en demasiadas ocasiones, ilegales—. Pues la capacidad de reciclaje China, dice el experto en su libro, allá a principios de los 2000 era cuestionable cuando menos. 

Esta práctica empezó a exportarse a otros países, primero  asiáticos, luego africanos o latinoamericanos, la década pasada. En muchos vertederos se acumula ese excedente que acaba en los contenedores de basura de nuestras ciudades y pueblos, pero también residuos electrónicos y toneladas y toneladas de textiles. Se trata de un círculo vicioso de la cultura del usar y tirar complicado de romper. 

Para Franklin-Wallis, la clave para acabar con este intrincado sistema de vertederos que contaminan es bastante "simple y ridícula". Y consiste en "comprar menos cosas". Porque el consumo desmedido es el que nos ha metido en este atolladero, y no dejarse llevar por las ansias de adquirir productos constantemente es de lo poco que nos sacará de ello.