Una flecha para cada uno de los tres hijos. Un poderoso señor feudal, Hidetora, se las entrega y les ordena: "¡Quebradlas!". Los jóvenes, desconcertados, obedecen. Casi sin esfuerzo, parten en dos las saetas. Acto seguido, el viejo les entrega tres flechas juntas y les insiste: "Probad de nuevo". En esta ocasión, a pesar de la fortaleza de los jóvenes, ninguno de los tres logra romper el hatillo. "Una simple flecha se puede partir con facilidad, pero no las tres unidas", responde Hidetora con una sonrisa orgullosa.
Esta hermosa lección sobre la unidad del poder familiar queda empañada cuando el tercero de sus hijos, Saburo, el más pequeño, harto de los consejos de su padre y de los rituales centenarios de una cultura arcaica y caduca, coge las tres flechas y las rompe con la rodilla, para escándalo del progenitor, que lo toma como una ofensa personal por haberle estropeado la moraleja y lo deshereda.
Craso error, ya que despierta precisamente lo que él mismo quería evitar: las ínfulas de grandeza y poder de los otros dos hijos, que acaban disputándose el reino de Hidetora cuando éste decide jubilarse.
A través la metáfora de las tres flechas de Hidetora, Akira Kurosawa refleja la decadencia y fragilidad de una tradición feudal inspirada en aquellas viejas historias de samuráis honrados y valientes, grandes emperadores con valores y cuentos humanistas que pretendían enseñar más de lo que eran capaces de demostrar sus autores.
Pura farsa, ya que tras los nobles trajes de seda de los grandes señores que inspiran esa tradición se esconde, como después demuestra la película, la cobardía, el pillaje y la traición. Sólo hace falta el ingenio (y un poco de valor) para "romper" el viejo sistema, firme en apariencia pero tremendamente vulnerable, como las flechas que quiebra Saburo.
Esta es, en cierto modo, la historia de la Humanidad: grandes gestas narradas por vencedores; sociedades construidas por hombres y mujeres que se enriquecieron conquistando y dominando a los más débiles; burgueses que mantuvieron su estirpe gracias al dinero que les permitía subsistir revoloteando cerca del poder. Todo con el mismo objetivo de siempre: controlar a los infortunados campesinos, engrosar sus arcas y, si era posible, no dar un palo al agua.
Civilizaciones que desaparecen
Pero el frágil trampantojo no es eterno, nos dice Kurosawa, y al final, siempre que exista el anhelo desenfrenado de poder, el sistema se resquebrajará o acabará implosionando, lo que dará lugar a guerras fratricidas. Lo vemos en Ucrania. Para evitar el desastre hace falta una unión sólida que fortalezca los vínculos humanos y permita a nuestra especie mirar hacia el futuro con objeto de resolver los retos que aparecen en el camino.
Vuelve la metáfora de las flechas: si los tres hermanos hubiesen permanecido unidos, serían invencibles. Pero cuando actúan solos y cegados por el egoísmo, las naciones (y sus vecinos) se vuelven vulnerables. No en vano las vidas de los tres hijos acaban cercenadas en el campo de batalla. Los 'hunos' matándose a los 'hotros', que decía Unamuno. Hasta el viejo Hidetora, hastiado de tanto sufrimiento, expira de un infarto tras coger en brazos al tiroteado Saburo, paradójicamente el único hijo, el rebelde que rompió las flechas, que no lo traicionó.
Por eso Ran (1985) no es sólo una película bélica que glose las guerras que pusieron fin a la turbulenta Era Sengoku (1467) y dieron paso al periodo Edo (1603) en Japón. Es también un reflejo apocalíptico de cómo el hundimiento de las civilizaciones viene precedido por momentos turbulentos en los que la Humanidad no ha estado a la altura de las circunstancias ni querido escuchar las advertencias que alertaban de su propia fragilidad. Se ha enredado en disputas banales en vez de remar unida en la misma dirección.
Deshágase aquí el lector del concepto religioso: el apocalipsis de Ran, siempre desde la visión humanista que caracteriza al cineasta, es consecuencia del caos generado tanto por la indiferencia y el egoísmo desmedido. En este caso, por la guerra que deriva en sufrimiento. Sirvan hoy de ejemplo Rusia y Ucrania, el gas, la gasolina, la cesta de la compra, la prima de riesgo, la inflación, el hambre en África, las hambrunas, la explosión demográfica, el imparable calentamiento global, etcétera. ¿No es un cóctel explosivo; un toque de atención?
¿Qué supone estar a la altura para Kurosawa? El cineasta, al que apodaban, por cierto, El Emperador, plantea que la solución pasa por hermanarse para lograr esos objetivos comunes, precisamente la premisa del ODS 17 (alianzas para lograr los objetivos), una de las metas más olvidadas, pero quizás la más importante al ser la base operativa de todas las demás.
El ciego y el acantilado
Evidentemente, mientras rodaba, Kurosawa no pensaba en la relevancia de los ODS 17 y 16 (paz, justicia e instituciones sólidas). Tampoco lo hizo Shakespeare, en cuya El rey Lear se inspira esta historia sobre traiciones palaciegas y batallas descarnadas y salvajes que sacan lo peor de nuestros antepasados.
Ambas obras explicarían tanto la caída de los grandes imperios de antaño como la frágil existencia de nuestras estructuras sociales presentes. Por eso, tanto Ran como El rey Lear son grandes obras maestras universales: su mensaje sigue vigente a pesar del paso del tiempo; trascienden cada época y no envejecen porque parten de arquetipos humanos universales, reconocibles y transversales, válidos para cualquier momento de la historia.
El último plano de Ran es especialmente simbólico y reafirma ese concepto de ocaso de una era: una víctima colateral de la guerra al que el propio Hidetora arrebató la vista, camina solo, con la ayuda de un bastón, frente a un precipicio. El sol lanza sus últimos rayos. ¿Qué hará el ser humano en esa encrucijada, en el atardecer de los tiempos?
Silencio y fundido a negro. ¿Soluciones? Ninguna. Kurosawa y Shakespeare ya han hecho suficiente ofreciendo una pincelada de realidad que nos ayude a identificar los problemas de nuestro presente. Esa es la función del arte: conmover el alma, instruirla en valores, mostrarle otras realidades y dimensiones humanas para que los sapiens del futuro eviten tropezar dos veces con la misma piedra con la que cayeron, o se mataron, sus antepasados.
Ran, aparte de ser una película majestuosa y colosal, en sentido literal y figurado, además de arrebatadoramente bella, es una excepcional metáfora sobre la corrupción y la podredumbre del alma; sobre esa enfermiza necesidad del ser humano de anticiparse al reino celestial y traer el infierno a la Tierra. Siempre, nos dice Kurosawa, motivado por la peor y la más ruin de las ambiciones: el anhelo desmedido y enfermizo de conquistar a los demás. El poder, fuente de todos los males del pasado y, con toda probabilidad, del futuro.