Librar la batalla por las ideas en un mundo en el que el hedonismo digital y el relativismo moral se imponen torrencialmente es una tarea compleja, y hasta funesta. Pero si es difícil sostener este enfrentamiento intelectual y moral, más difícil es combatir la ignorancia y el delirio totalitario de la mentira y de la negación de la realidad.
Cuando creíamos que el reflejo de la razón ilustrada se había impuesto definitivamente hace años, a la lumbre de los enciclopedistas y del pensamiento crítico, han llegado una horda de apóstoles de la mentira para volver a arrojar a una parte estulta de la sociedad a las sombras del desconocimiento.
Y lo han hecho, además, prevaliéndose de todas las posibilidades digitales. Esas que forman una enciclopedia mórbida y turbulenta, para mostrar a través de cualquier dispositivo que la realidad es otra y que vivimos confundidos por una especie de dogma globalista y castrante.
La verdad es una realidad ontológica que sirve de punto de partida a cualquier opinión válida. Pero si se llega al absurdo de negarla para sustituirla por afirmaciones acientíficas y conspiranoides, el problema es más grave.
Por ello, lo primero que hay que hacer, si queremos librar una batalla ganadora para cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, es evitar el pensamiento humillante de los negacionistas.
No pretendo que no los haya, porque la necedad es libre. Y no aspiro a que no se abran debates sobre cualquier cosa. A lo que aspiro es a que no se abran debates estériles sobre la nada.
Los terraplanistas del nuevo orden de las verdades propias acaban acumulando en su repositorio todos los dislates propios de su clase y condición. Porque quien es negacionista lo es ante cualquier evidencia: la desigualdad, el cambio climático o la violencia de género.
Hay negacionistas por ignorancia y los hay por interpretación de la realidad. Como hay negacionistas ultraortodoxos que utilizan conscientemente la mentira y hay también negacionistas ideológicos que se sirven de la negación de la realidad para construir una narrativa seudomoral sobre el nuevo orden mundial.
Ha llegado una horda de apóstoles de la mentira para mostrar que vivimos confundidos por una especie de dogma globalista y castrante
En lo que coinciden todos es que la realidad incomoda su marco de pensamiento y consideran que ni la ciencia ni la información contrastada tienen ninguna utilidad. Porque los negacionistas primero niegan las evidencias naturales para después elaborar un conjunto de argumentos y causalidades que provocan verdadero sonrojo intelectual.
Así es como se desenvuelven ingrávidamente en el caldo de la desinformación, los bulos y las conspiraciones internacionales. Y en España nos llevamos la palma.
En 2020, la Sociedad Americana de Medicina Tropical e Higiene publicó un estudio en el que situaba a España como el cuarto país del mundo en propagación de bulos y teorías conspirativas, por detrás de India, Estados Unidos y China. En la misma línea están el Instituto Poynter o la Universidad de Cornell (Estados Unidos), que algún apóstol de la nueva verdad dirá que están financiados por Soros o por cualquier demiurgo perteneciente a las nuevas élites dominantes que nos controlan.
Yo no dudo de que Soros -o quien sea-, dentro de esas castas internacionales que dibujan los tremendistas, tengan una opinión sobre lo que debe ser el desarrollo del mundo. Y puede ser que, a su modo, contribuyan al cambio. Pero lo que no estoy dispuesto a aceptar es que formen parte de una gran conspiración mundial y de que la verdad sea un material deleznable que forjan a su libre albedrío.
Como aragonés humanista y liberal, siempre tengo la curiosidad antropológica de comprender todo, incluso las raíces del sinsentido de la negación de la verdad. Y hete aquí que existen dos clases de negacionistas: el negacionista desorientado y pragmático y el negacionista ideológico.
Quien es negacionista lo es ante cualquier evidencia: la desigualdad, el cambio climático o la violencia de género
Frente al primero, cabe la esperanza porque bajo un razonamiento motivado e incluso por el método socrático pueden llegar a reconocer que están equivocados. Frente a los segundos no hay nada que hacer para convencerles, y todo lo que se haga individualmente con ellos es tiempo perdido.
En este último caso, además de persistir en el intento, el efecto puede ser contraproducente, o lo que los ingleses llaman backfire. Por mucho que nos aproximemos a sus postulados, en la confrontación dialéctica solo apreciará un ataque a su dogma y, por consiguiente, a su idiocia, y responderá aferrándose todavía más a su postura estigmatizante.
Es indiferente la paciencia que se pueda tener con un negacionista dogmático, porque cuanto más respeto y empatía apliques, peor va a ser el resultado. Ahora bien, si el converso no da señales de reconocer su error, es importante desistir en el intento singular, pero no en la batalla general que ellos libran por todos los medios posibles, donde nos debemos esforzar por ganar a cada instante.
Y ese debe ser el objetivo inicial, del milenio, del desarrollo sostenible y de la humanidad: fomentar un pensamiento libre e ilimitado basado en la evidencia y no en la aprensión ni en la morbidez de cualquier hermeneuta sin escrúpulos, por muy divertido o por muy famoso que sea.
***Mario Garcés es portavoz adjunto del Grupo Parlamentario Popular en el Congreso de los Diputados, jurista, académico, escritor y exsecretario de Estado de Servicios Sociales e Igualdadi