Ha transcurrido año y medio desde que fue declarada la pandemia de covid-19. Aún no sabemos, con evidencia rigurosa, documentada y concluyente, cuáles serán sus efectos reales sobre el futuro de la educación.
Entre otras razones, porque los gobiernos y formuladores de políticas en todo el mundo y, en especial, en regiones como América Latina y el Caribe (ALC), han tenido que invertir energía y recursos en la provisión temporal de servicios educativos mediante cualquier tipo de modalidades tecnológicas.
Y también en la discusión e instrumentación de acciones para volver a la presencialidad escolar. El balance, pues, está por hacerse.
Por lo pronto, lo que sí podemos observar es que, en casi cualquier aspecto, las consecuencias educativas serán trágicas para todos, en particular, para la población pobre.
Por ejemplo, para el caso de ALC, reportes de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) sugieren que la desigualdad del ingreso, medida con el índice de Gini, podría aumentar entre 3 y 5 puntos porcentuales por la pandemia.
Esto se debe en parte al cierre de las escuelas y las pérdidas de aprendizaje. De ser así, dice uno de esos informes, veinte años de avances podrían verse borrados de un plumazo.
Por tanto, la revisión de los progresos en las metas del Objetivo de Desarrollo Sostenible número 4 parece haber entrado en un impasse, congestionado por la emergencia sanitaria, del que es urgente salir para retomar –y con mayor intensidad– la agenda de fondo.
Una agenda enfocada en lograr una educación inclusiva y equitativa de calidad, promover oportunidades de aprendizaje permanente para todos y ayudar a las personas a escapar del ciclo de la pobreza.
La pandemia deja unas consecuencias educativas trágicas para todos, en particular, para la población pobre
La primera pregunta es si la noción conceptual de calidad en el ODS 4 sigue vigente en lo que será el universo educativo en la etapa pospandemia. No hay una definición única ni dominante del término porque los sistemas pueden tener propósitos y metas diversos para la educación.
Entonces las distintas pruebas y evaluaciones nacionales e internacionales han facilitado la aproximación, a través de los resultados, al aprendizaje de los alumnos y el desempeño de los docentes.
Como es previsible, cuando algunos de estos instrumentos vuelvan a aplicarse –caso de PISA en 2022–, los resultados serán malos. Y, en algunos países –y dentro de ellos, en los deciles de más bajos ingresos–, catastróficos.
Un informe del pasado marzo elaborado por el Banco Mundial calcula el nivel de rendimiento de los niños, indicando que antes ya estaba en el mínimo, pero que si ahora se hiciera la prueba PISA en lectura, su puntaje bajaría.
Sobre todo en el segmento de los pertenecientes a los dos deciles de ingreso más pobres y con escuelas cerradas por 10 meses, de 362 puntos a 321. Pero por otro lado, el segmento de los niños pertenecientes a lo dos deciles más altos, también descendería –de 456 a 426 puntos–.
Según UNICEF, el gasto educativo ha caído un 65% en los países de ingreso medio-bajo, y un 33% en los de medio-alto
En ALC se carece de una simulación similar, pero no hay razones para pensar que pudiera ser distinta, considerando que 11 de los 20 países más afectados por el cierre de escuelas son de esta región.
En suma, es indispensable un ejercicio más riguroso para dotar de una nueva densidad operativa la noción de calidad del objetivo 4. Es decir, desde el funcionamiento del sistema, el currículo y los programas educativos, hasta las dimensiones de pertinencia, gasto y eficiencia, –al menos–.
En segundo lugar, la premisa anterior exige renovar –con la mayor energía y creatividad posibles–, el planteamiento original del ODS 4: que los gobiernos den prioridad a la educación en las políticas y las prácticas.
Si priorizar quiere decir presupuestar, eso no está ocurriendo: según UNICEF, el gasto educativo ha caído un 65% en los países de ingreso medio-bajo, y un 33% en los de medio-alto.
Aunque con variaciones entre niveles escolares y regiones del mundo, la evidencia prueba que la educación, desde la inicial y temprana hasta la superior, tiene una tasa de retorno positiva que oscila entre el 5% y el 21%, indica el Banco Mundial.
Esto quiere decir que la educación sí paga, y esto deben entenderlo los responsables de las políticas económicas.
La crisis sanitaria ha puesto el listón más alto y necesitamos metas más ambiciosas
En tercer término, es verdad que los gobiernos han tenido que dirigir recursos principalmente al gasto en salud. Pero, si las perspectivas de crecimiento para 2021 y 2022 siguen en terreno positivo, es crítico encontrar espacio para asignar mayores recursos a la educación.
Por un lado, como ha recomendado la OEI, para financiar –entre otras cosas– la reapertura de las escuelas y el reinicio de clases presenciales, medir y evaluar la pérdida de aprendizajes y realizar un diagnóstico educativo y socioemocional, y adoptar las medidas tecnológicas y pedagógicas necesarias para recuperar esas pérdidas.
Y, por otro, para aprovechar esta coyuntura en términos de innovación y conocimiento, que hagan competitiva la educación que se imparte. De otra forma, ni habrá inclusión y equidad ni habrá calidad como persigue el objetivo 4.
¿Se trata de volver a empezar? Sí y no. Ya había algunos avances importantes en cobertura e inclusión, pero la crisis sanitaria ha puesto el listón más alto y necesitamos proponernos metas más ambiciosas.
La visión política y económica tradicional dirá que hay otras urgencias, pero, de creerle a Max Weber, "en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez". Lo dijo en 1919 y había, también, una pandemia en el mundo.
*** Otto Granados es presidente del Consejo Asesor de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI), Chen Yidan Visiting Global Fellow (2019-20) en la Graduate School of Education de la Universidad de Harvard y exsecretario de Educación de México.