La covid, la inflación, el alza de costes y la guerra de Ucrania son una tormenta perfecta que está dificultando a las empresas el cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). En concreto, la guerra en Ucrania está haciendo aflorar algunas contradicciones en el panorama ESG y la gestión sostenible de las empresas.
Podemos considerarlo un momento de la verdad, en el que se cuestionan las convicciones y principios de las compañías y de los inversores, y hay que afrontar, una vez más, decisiones difíciles.
Si nos referimos al ámbito medioambiental, parece lógico pensar que el conflicto debería acelerar la transición energética y reducir así la dependencia energética de Rusia. Y es cierto que estamos viendo una espectacular remontada del índice mundial de referencia para las empresas de energías limpias, el S&P Global Clean Energy.
A fecha 24 de febrero, este indicador acumulaba una caída del 17% en 2022, y en el día en que se escriben estas líneas se deja sólo un 1%. Se han beneficiado especialmente los productos llamados verde oscuro, es decir, los etiquetados como artículo 9 dentro del Reglamento Europeo de Divulgación, que son los más puros entre los fondos sostenibles y, más en concreto, los ligados a renovables.
Sin embargo, se está también criticando mucho a los fondos ESG, ya que, por ejemplo, el mayor fondo cotizado (ETF) sostenible, de Blackrock, que cuenta con 22.900 millones de dólares, tiene más de un 3% de sus activos invertidos en los sectores del petróleo y el gas.
Pero es que más allá de los fondos de inversión, una reducción de la dependencia energética de Europa implica tomar decisiones difíciles en el corto y medio plazo, como considerar retrasar el cierre de las centrales nucleares alemanas (previsto para 2022) o nutrirse de energía producida por las nuevas minicentrales nucleares francesas.
También puede implicar potenciar otras fuentes de suministro de gas, especialmente siguiendo la idea de que es una energía verde, tal y como la clasifica la taxonomía verde europea. O incluso retrasar la reducción de la utilización de las centrales térmicas, ya que hay pocas alternativas al carbón.
A largo plazo, una capacidad instalada lo suficientemente elevada de energía verde podrá solventar muchos de estos problemas, pero nos enfrentamos ahora mismo a unas decisiones cuestionables en términos de sostenibilidad medioambiental y descarbonización.
Por otro lado, si nos centramos ahora en la S de social en lugar de en la E de medioambiental, encontramos también numerosas contradicciones y decisiones difíciles.
Los fondos sostenibles poseían 8.300 millones de euros asignados en bonos del Gobierno y empresas rusas, lo que es chocante –aunque la cifra es pequeña en comparación con los aproximadamente 2,7 billones que acumulan este tipo de fondos a nivel global–.
Pero también cabe preguntarse si hay que penalizar a todas las empresas rusas. Por ejemplo, hay empresas tecnológicas que están desafiando al régimen de Putin y reclamando transparencia. Quizá no todas son instrumentos de un régimen despótico.
Otro dilema es valorar si es ético invertir en empresas de defensa y armas cuando hablamos de defender la integridad territorial de los países.
Incluso planteo si es realmente responsable y ético desinvertir y salir de Rusia o puede tener efectos perniciosos para la comunidad local, al agravar las desigualdades sociales y generar desempleo sin lograr dañar al gobierno al que se pretende debilitar.
Son muchas las preguntas y pocas las certezas. Pero, en definitiva, la gran pregunta sería si todo esto pone en entredicho el paradigma ESG y la sostenibilidad. Considero que no, pero debemos diferenciar bien de qué hablamos en cada caso.
El término ESG nace desde el ámbito inversor. Los datos ESG nacen para proteger las inversiones de los riesgos financieros, de reputación o regulatorios asociados con el cambio climático, el buen gobierno o el ámbito social. No se trata de hacer el bien con el dinero per se. Son más bien una herramienta para ayudar a medir la resiliencia de una empresa frente a los riesgos ESG importantes, siempre desde un punto de vista financiero.
Lo que sucede es que asumimos que una buena gestión de estos riesgos –medida como un buen desempeño ESG– equivale a un impacto positivo y medible en la sociedad. Pero no siempre es así.
Necesitamos avanzar hacia escenarios de beneficio compartido entre empresa y sociedad. Hacia una sostenibilidad entendida como la orientación estratégica que busca crear valor económico, social y medioambiental, en la empresa y el entorno en el que esta opera, en el corto y largo plazo.
Y para lograrlo necesitamos estandarización de indicadores a nivel global, transparencia y datos compartidos y también un nuevo conjunto de métricas para avanzar hacia la medición del impacto y el resultado o outcome, no del input. Esto es lo que impulsará la transición a organizaciones impulsadas por un propósito y a una inversión focalizada en impacto real.
Sólo entendida como un elemento estratégico, la sostenibilidad permite generar ventajas competitivas a través de la generación de ingresos, la reducción de costes o la mejor gestión de riesgos y el desarrollo de nuevos productos y servicios. Y sólo así es posible ser consecuente en el medio y largo plazo, aunque, de forma coyuntural, algunas medidas a corto puedan resultar chocantes.
*** Almudena Alonso es directora sénior de Stakeholders Management en LLYC.