Vivimos tiempos de incertidumbre. La guerra en Ucrania, el aumento de la tensión geopolítica entre Estados Unidos y Rusia y la creciente asertividad de China como actor global son acontecimientos que han atraído la atención mediática internacional en los últimos años y han desviado el foco de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenibles (ODS) que asumimos como especie en 2015.

La llamada Agenda 2030 para el desarrollo sostenible —ratificada por 193 países en la Asamblea General de las Naciones Unidas celebrada en Nueva York en 2015— constituye un llamamiento universal al fin de la pobreza y el hambre, a la protección del planeta y a la igualdad de oportunidades para todas las personas. 

A pesar de la importancia de estos “bienes públicos globales”, lamentablemente la agenda no ha alcanzado el ritmo de progreso necesario para cumplir a tiempo los objetivos fijados para 2030. Y, para colmo, las graves consecuencias de la guerra de Rusia contra Ucrania están revirtiendo algunos de los avances previamente logrados (como es el caso del agravamiento del problema del hambre).

Un aspecto clave de la Agenda 2030 es que nos invita a mirar (y entender) el mundo de una manera menos “economicista”, acercándonos a la multidimensional y a la complejidad que entrañan los procesos de desarrollo en un mundo crecientemente heterogéneo. 

Y es que actualmente el mundo se sigue clasificando mediante un sistema de rentas per cápita que data de 1978. Esta clasificación internacional del desarrollo (meramente económica) fue creada por el Banco Mundial y clasifica a los países en función de sus niveles de renta (alta, media-alta, media baja y baja).

Precisamente este criterio económico —y excesivamente simple— sirve para que los países donantes de la OCDE seleccionen a los potenciales receptores de los flujos de la cooperación internacional pública para el desarrollo (la denominada Ayuda Oficial al Desarrollo, AOD). Dichos receptores son los países de rentas medias y bajas (según la clasificación del Banco Mundial), a los que la OCDE considera como “países en desarrollo”.

Si bien las clasificaciones internacionales de desarrollo ayudan a comprender mejor el mundo y son necesarias para gestionar las políticas internacionales de ayuda al desarrollo, este tipo de sistemas de medición basados en indicadores puramente macroeconómicos son excesivamente simplistas y no reflejan de forma adecuada el mundo en el que vivimos.

Asimismo, conviene señalar que existen discrepancias importantes en los resultados de los múltiples sistemas tradicionales de clasificación de países, ya que si bien algunas instituciones como el Banco Mundial y la OCDE emplean únicamente el indicador económico del PNB per cápita, otros, como el PNUD, emplean criterios multidimensionales para realizar sus clasificaciones (incluyendo, además de la renta per cápita, otros indicadores de acceso a la salud y la educación).

Sin embargo, sí que existe un dato revelador en todos estos sistemas de medición del desarrollo. Y es que, seis décadas después, se sigue confirmando la tesis del influyente economista británico, Dudley Seers, que afirmaba que los países desarrollados son un “caso especial” en un mundo mayoritariamente en desarrollo. Un hecho realista y cruel que evidencia lo lejos que aún estamos de cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

Dados los importantes cambios que ha sufrido la “geografía del desarrollo” en el siglo XXI, resulta urgente modificar las taxonomías internacionales que nos ayudan a entender los diferentes niveles de desarrollo humano sostenible que hay en el mundo. 

Una alternativa cabal sería elaborar una nueva taxonomía internacional que esté alineada con los ODS. Un nuevo sistema de clasificación basado en las cuatro dimensiones del desarrollo humano sostenible (desarrollo económico, inclusión social, sostenibilidad medioambiental y buena gobernanza) que clasifique a los países para poder así hacer frente a los retos del siglo XXI. Para ello sería necesario establecer indicadores para medir dichas cuatro dimensiones. Una tarea que requiere un estudio pormenorizado ya que existen más de 200 indicadores relacionados con los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible y sus 169 metas.

Un sistema basado en estos principios resultaría en una clasificación más compleja. Lejos de ofrecernos un mero ranking de países según sus niveles (unidimensionales) de desarrollo económico, nos permitiría clasificar a los países en grupos que comparten retos y potencialidades de desarrollo, fomentando así relaciones de cooperación más allá del tradicional enfoque norte-sur. 

Una clasificación ODS fomentaría la cooperación sur-sur (entre países en desarrollo) y la cooperación triangular (entre países en desarrollo con el apoyo financiero de algún país desarrollado). Este nuevo enfoque de clasificación mejoraría el análisis de las fortalezas y las debilidades de cada país y permitiría aprovechar las sinergias que existen en un mundo plural y diverso como el de hoy.

Por otro lado, esta propuesta se encuentra en línea con el último de los 17 ODS de las Naciones Unidas, que tiene como meta crear alianzas mundiales y mejorar la cooperación internacional para avanzar en la agenda global del desarrollo humano sostenible.

Existen ya propuestas académicas concretas que elaboran taxonomías ODS con metodologías estadísticas rigurosas. Lo que se propone es, en definitiva, crear un nuevo marco común de medición de países, una nueva taxonomía que otorgue mayor estabilidad y que posicione (de nuevo) a los ODS en el centro del debate internacional, apostando por la estrategia de desarrollo conjunta, universal y cosmopolita, que defienden las Naciones Unidas y con la que nos comprometimos todos los Estados firmantes de la Agenda 2030.

*** Daniel Gamarra Peñalver es periodista especializado en información económica y Sergio Tezanos Vázquez es economista y profesor de la Universidad de Cantabria.