La pregunta del titular es una cuestión que, referida a las dos partes en una controversia, me hacía de forma recurrente cuando comencé a ejercer en el campo de la resolución extrajudicial de conflictos. Y es que muchas veces no apreciaba una relación del todo proporcional entre los hechos que cada una de las partes en un conflicto señalaban como causa del mismo y la intensidad de los sentimientos encontrados, el odio o el deseo de venganza existente entre ellas.
Había un exceso de emoción que no casaba del todo con aquello a lo que las partes señalaban como causa del conflicto.
Aunque como mediadora se me había instruido en no entrar a valorar estas cuestiones –lo que a las partes les importa debe ser respetado y, por tanto, deben evitarse los juicios de valor–, sí que me pareció un asunto sobre el que indagar si quería realizar bien mi trabajo.
La razón es que estos hechos que las partes aducían como responsables del conflicto, por lo general, podrían tener una solución fácil, muy sencilla, que saltaba a la vista. Ocurría, por ejemplo, cuando entre una pareja de personas divorciadas se discutía acerca de la impuntualidad en las visitas o en cómo hacer las maletas de los niños. O cuando se producía una riña entre vecinos acerca del ruido o del lugar donde se dejan las basuras.
Lo que tenía ante mí eran, en definitiva, problemas o controversias por cuestiones relativamente sencillas y muy diversas que, sin embargo, en muchas personas producían una sobreactuación excesiva: culpabilización, juicios, acusaciones, venganzas, victimizaciones que impedían una resolución pacífica.
En la mayor parte de los casos no era, por tanto, la gravedad de unos hechos lo que dificultaba su resolución. Todo lo contrario, la mayoría de las veces, como he dicho, eran cuestiones nada complejas. Lo que faltaba era una voluntad real de resolverlos.
Y faltaba porque las partes, en realidad, necesitaban otra cosa. Sí, efectivamente, tras observar y darle vueltas al asunto, este fue mi primer descubrimiento: el de que detrás de muchos conflictos interpersonales de distinta índole, lo que había, con mucha frecuencia, es una necesidad oculta, insatisfecha y mal gestionada.
Después, algo más tarde, hice un segundo descubrimiento. En este caso me percaté de que de entre esas necesidades había dos que se repetían en muchos y distintos conflictos: la necesidad de atención y la de reconocimiento.
La primera de ellas se manifiesta en mayor o menor medida según las personas y de muy diversas maneras. Es posible que tenga un origen existencial, de supervivencia: necesitamos ser vistos, comprobamos que existimos en la medida en que otros nos ven, no ser percibidos puede causarnos espanto.
El sentimiento de invisibilidad o la percepción de la propia insignificancia son, entonces, causas ocultas de una conflictividad que puede terminar aflorando. El problema es que de esta necesidad de atención no se suele ser del todo consciente, lo cual provoca, entre otras cosas, que muchas veces no se gestione bien.
Pongamos un ejemplo: una persona necesita pasar más tiempo con su pareja. Percibe que esta dedica la mayor parte de su tiempo a otras cosas y a otras personas. Pese a que lo que quiere es recibir más atención de ella, lo que en muchas ocasiones sucede es que le termina diciendo: eres egoísta.
Sólo es consciente de su juicio (es egoísta) y no de su necesidad. Un juicio que, además, irá alimentando inconscientemente, porque tendrá propensión a prestar desde ese momento especial atención a aquellos comportamientos de la otra persona que corroboran que verdaderamente es egoísta, pasando por alto aquellos otros que puedan desmentirlo.
De esta manera, un hecho sencillo y solucionable es causa de un progresivo enfado que irá disminuyendo, cada vez más, las probabilidades de que sea resuelto de forma pacífica y satisfactoria. No es lo mismo acusar “eres un egoísta”, que decir “me gustaría que pasáramos más tiempo juntos”.
La segunda opción es una forma de comunicación pacífica que despierta mayor empatía, que nace de tener conciencia de una necesidad, que acerca a su emisor a la posibilidad de verla satisfecha y que hubiera evitado el nacimiento del conflicto.
Por este motivo, es precisamente esta transformación del lenguaje la que propiciamos los mediadores en los procesos de mediación: ayudamos a pasar del lenguaje de la acusación al de las necesidades. Si embargo, no es esta una tarea fácil y sencilla, ni mucho menos, en la mayor parte de los casos.
El motivo es que, por lo general, no nos gusta este lenguaje, no estamos familiarizados con él. Preferimos no vernos como seres necesitados actuando como tales. Nos resulta más agradable y cómoda, por lo general, la posición de quien enjuicia y encuentra culpables.
Posiblemente, tenga esta actitud una razón cultural que podría tener que ver, entre otras cosas, con la excesiva identidad que ha tendido a establecerse entre autonomía y dignidad, con la imagen que se nos ha invitado a construir de nosotros mismos.
Sea por el motivo que fuere, conviene conocer el carácter poco práctico de este lenguaje de la acusación y del juicio, que nos aleja de conseguir lo que verdaderamente queremos y nos impide tomar conciencia de nuestras propias necesidades.
Esto último nos permitiría, a su vez, tener un mayor dominio sobre ellas, relativizarlas, reírnos y distanciarnos de ellas, no tomárnoslas tan en serio como esa persona que, sin sospechar que lo que hay realmente detrás de su enfado y sus palabras es una necesidad, acusa indignado a quien no es capaz, sin saberlo, de satisfacerla: "Eres egoísta”.
Y ocurre algo parecido con la necesidad de reconocimiento. Puede que esta también tenga un origen existencial: necesitamos, en mayor o menor medida, que se reconozca nuestro mérito y valía, nuestro esfuerzo, no estamos dispuestos a que pasen sin pena ni gloria, sin ser percibidos, lo cual nos sucede aunque no lo sepamos, aunque nunca lo digamos, aunque lo que digamos sean otras cosas.
Tampoco aceptamos, en ocasiones, que nuestro dolor y sufrimiento pasen inadvertidos, que no sean reconocidos, aunque esto último tampoco lo hayamos hecho consciente ni lo digamos. Podemos sentir rechazo, resentimiento, incluso odio hacia quien entendemos nos ha causado un daño. Para que estos sentimientos se maticen o desaparezcan no hace falta que quien consideremos es el responsable reconozca su culpa, sino que bastaría con que ese reconocimiento se limitase, tan solo, al daño que sentimos, dejando al margen la culpabilidad.
Recuerdo el caso de una pareja. Una de las partes le había hecho daño a la otra y se arrepentía, quería volver, pasar página, algo a lo que la otra parte no estaba dispuesta, porque estaba realmente dolida, no quería oír sus justificaciones, sentía rechazo y tampoco le valía su petición de perdón. Este le parecía sospechoso, un camino fácil e insincero. Sin embargo, todo ello cambió cuando la otra parte se sentó a escucharla, cuando le demostró que se había puesto en su lugar, que había comprendido el daño causado y estaba en situación de tomar medidas para que algo así no volviera a suceder.
Es, precisamente, en este reconocimiento del daño en el que se basa, en gran medida, la denominada justicia restaurativa, al considerarse que es así como la víctima, en muchas ocasiones, quedará más completamente reparada y no sólo a través de la condena o castigo impuesto al victimario.
A la víctima se le da voz y es escuchada por el victimario, consiguiendo con ello que este sea verdaderamente consciente del daño causado y reconozca el dolor que ha ocasionado, lo cual, para él mismo, también tendrá un efecto sanador, en la medida en que de esta forma podrá comprender y responsabilizarse del daño que ha producido, más allá del castigo que reciba por ello.
***Teresa Arsuaga es abogada, mediadora y escritora.