España ya cuenta con un ejecutivo que tendrá la nunca fácil labor de gestionar y marcar el camino por el cual transitaremos los próximos años. En Ciencia repite Diana Morant, quien además tendrá Universidades e Innovación; por otra parte, en Sanidad entra Mónica García, una médica de profesión devenida política y conocida por su defensa de la sanidad pública en la Comunidad de Madrid.
¿Qué les pido a ambas?
Como soy consciente que sus nuevos cargos implican una reducción drástica del tiempo disponible y quiero que el mensaje cimero de esta columna lo lean, sin intermediarios ni interpretaciones, contesto en este párrafo y con sólo una palabra: flexibilidad.
Es probable que sorprenda no empezar con el término mágica: dinero. Por supuesto que la ciencia también necesita dinero —por ejemplo 3% del PIB—, mas hoy se precisa con urgencia algo fácil de proporcionar, repito, flexibilidad.
Sin rodeos, destaco que el verdadero lastre de nuestra ciencia tiene un nombre propio: contratos menores. Este capítulo tenebroso de la Ley de Contratos del Sector Público, como una maldición ancestral, hace trizas cualquier intento de creatividad y progreso científico.
Debido a esta imposición, creada para evitar la corrupción en las compras y adjudicaciones con dinero público, quienes trabajamos en este sector —tan poco lucrativo— nos sentimos como si se nos evaporara el cerebro cada vez que necesitamos hacer un simple experimento que, dicho sea de paso, ya ha sido planificado, presupuestado y aprobado por comisiones de evaluación de proyectos.
Es probable que quienes me leen se pregunten por qué incluyo a la ministra de Sanidad en este llamamiento. Una gran parte de la investigación biomédica española se realiza en los institutos de investigación sanitarios repartidos por todo el país. Estos centros realizan investigación traslacional, que tiene como objetivo acortar el tiempo y el espacio que separan la cama del paciente del laboratorio de investigación. Su ubicación, estratégica, dentro de los hospitales hacen que el Ministerio de Sanidad también sea su referente.
En nuestras instituciones científicas, las limitaciones de desarrollo debido a la rigidez que impone los contratos menores son ingentes. Los ejemplos se acumulan: demoras de más de un año en comprar un ordenador, imposibilidad de acceder a un reactivo para un ensayo y planificación milimétrica de cada paso que se va a dar en un proyecto de investigación.
Y el resultado: retrasos, pérdida de competitividad, caminos infinitos a recorrer, desvanecimiento de la creatividad, por no hablar de la desmoralización de quienes deben abandonar el laboratorio para convertirse en profesionales de la burocracia y gestores de pliegos y contratos.
Todo es tan simple como que yo, investigador, sólo quiero poder comprar un reactivo para terminar un experimento, planificado hace varios meses, que me cuesta 200 euros y lo comercializa una empresa. El reactivo lo pagaré con un proyecto que escribí hace tres años, presenté a una convocatoria pública y lo gané. En la memoria aclaré que compraría este tipo de reactivo e incluso recuerdo que especifiqué su valor en el presupuesto…
Pero nada es simple, como ese reactivo estará entre otros muchos que deberé comprar, tengo que hacer un pliego, sacarlo a concurso y esperar el resultado; mientras tanto el mundo científico exterior no se detiene. Otros realizarán el mismo experimento, lo publicarán, quizá patentarán el resultado y nosotros seguiremos disfrutando de las cañas en soleadas terrazas.
¿Es tan difícil exceptuar a la ciencia de este mecanismo infernal? Existen excepciones, por lo que imposible no lo es. Esta medida surgió durante el gobierno de Mariano Rajoy y se ha perpetuado. ¿Cabe la posibilidad, por pequeña que sea, de eliminarla? Mi pregunta viene cargada de gran optimismo, confieso.
Por supuesto que otros muchos puntos de mejora se pueden mencionar. Algunos sin presupuesto, como eliminar o reducir la cantidad de documentos justificativos que se deben presentar para cubrir parte de los gastos que se generan al asistir a una reunión o congreso. Otros con dinero, incluyendo la equiparación de salarios con otras profesiones y planes para la estabilización de investigadores principales, segundas figuras dentro de los grupos de investigación y personal técnico.
Aquí me detengo unos segundos para subrayar que el escaso poder adquisitivo de los científicos en España es un aspecto socialmente poco discutido, quizá por pudor. Este hecho nos coloca a los investigadores en una situación de desventaja económica con respecto a otras profesiones, lo que contribuye a la infravaloración social de su trabajo.
¿Quién querrá optar por una carrera avocada a la estrechez? En este sentido ya es palmaria la escasez de personal postdoctoral que quiera continuar su derrotero profesional en la academia.
El sentido común y la comprensión de la importancia de la ciencia son las claves para impulsar la investigación científica española. Sin embargo, también es necesario que la administración sea sensible al tema y los científicos nos comprometamos a educar sobre la relevancia de nuestro trabajo. ¿Será este el gobierno que lo logre? En vuestras manos, ministras, está parte de la solución.