Comenzaba el 2001 cuando en un aburrido vuelo entre Nueva York y Frankfurt decidí invertir las horas en el cielo en escribirle una carta a mi padre. Entre nosotros quedó siempre una conversación pendiente que la distancia —él en esa isla metafórica que llaman Cuba y yo en cualquier parte del mundo, excepto la isla— había impedido sostenerla. Fueron unas cuantas las horas empleadas en plasmar razonamientos, recuerdos y preguntas. Sin embargo, dos días después de mi regreso al viejo continente la voz al teléfono de mi hermana me anunciaba lo inimaginable; ella fue rotunda: “papi tiene alzhéimer”.
El alzhéimer es una enfermedad neurodegenerativa que afecta al cerebro, provocando un deterioro progresivo de las funciones cognitivas. Es decir, los pacientes van viendo mermadas su memoria, su comportamiento en general y su capacidad para razonar y comunicarse.
En España hemos tenido ejemplos de ilustres intelectuales afectados por esta enfermedad. Hoy a mi mente acuden: el novelista, periodista y columnista Miguel Delibes (1920-2010), el filósofo y ensayista José Luis López Aranguren (1911-1996) y la lexicógrafa María Moliner (1900-1981). De esta última se dice que intentó seguir trabajando en su monumental Diccionario del uso del Español cuando las palabras la iban abandonando, un momento terrible para quien los vocablos lo eran todo.
Esta enfermedad debe su nombre al neurólogo alemán Alois Alzheimer, quien la describió por primera vez en los prolegómenos del siglo pasado. Si no me falla la memoria, te prometo que no lo he buscado en Google, el primer reporte se hizo en 1906. Alzheimer, el científico, observó en el cerebro de una mujer fallecida los cambios ahora característicos de la enfermedad, te hablo de la acumulación de placas amiloides y ovillos neurofibrilares.
A pesar de toda la investigación científica que se ha realizado, la causa exacta del alzhéimer sigue entre los secretos que aún tenemos que arrancarle a la naturaleza. Quienes trabajan en este campo indican que está relacionado con una combinación de factores hereditarios —mutaciones en ciertos genes— y ambientales —exposición a elementos tóxicos como el plomo y el aluminio—.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), entre un 60 y 70 % de las personas que sufren demencia en el mundo en realidad tienen alzhéimer. Esto nos dice que alrededor de 35 millones padecen de esta enfermedad en el planeta.
Pero, ¿es contagiosa?
En los últimos días, ha saltado a los medios de comunicación y las redes sociales un estudio publicado por la revista Nature Medicine que puede llevar a cierta confusión si no vamos al análisis profundo y científico del mismo. Voy a intentarlo.
En la década de 1980, miles de personas —en su mayoría, niños—, recibieron un tratamiento hormonal para aumentar su estatura. Las inyecciones provenían de hormonas de glándulas pituitarias de cadáveres. Este tratamiento se prohibió en 1985 debido a que se asociaba con la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, un padecimiento que provoca el deterioro progresivo de la funcionalidad mental que, con frecuencia, evoluciona a demencia, sacudidas involuntarias de los músculos y marcha tambaleante.
Alrededor de 4 décadas después se ha descrito que 5 personas—todas menores de 55 años— que fueron sometidas al tratamiento hormonal en aquel entonces, han desarrollado alzhéimer o demencia temprana. Los investigadores creen que las hormonas estaban contaminadas con una proteína que causa la enfermedad.
¿Este hallazgo sugiere que el alzhéimer puede ser transmisible?
La respuesta es sí. Mas hay que tener claro que todo parece relacionado con una intervención clínica que ya no se realiza. De hecho, en palabras de los autores del trabajo: “Es importante destacar que los casos descritos desarrollaron síntomas tras una exposición repetida a la hormona del crecimiento contaminada proveniente de cadáveres, durante un periodo de varios años, y que el tratamiento se interrumpió hace mucho tiempo”.
Ergo, la enfermedad puede ser transmisible bajo ciertas circunstancias, pero nunca contagiosa.
Lo cierto es que no existen pruebas de que pueda transmitirse en otros contextos. Por ejemplo, durante las actividades de la vida diaria o la prestación de cuidados rutinarios. Además, el estudio, aunque sólido, se basa en un pequeño grupo de personas, por lo que se necesita aumentar el número de pacientes para confirmar los hallazgos.
Al final, la conversación epistolar entre mi padre y yo sobre aquellos temas pendientes no tuvo lugar. El alzhéimer ya había deteriorado sus capacidades cognitivas cuando yo escribía aquella carta que nunca leyó. Dicen que preguntó por mí unos días antes de morir. Yo no lo sé, un océano y una dictadura me impidió volver a verlo.