Juan Amos Comenius, conocido como el padre de la educación o, mejor dicho, de la escolarización, a inicios del S. XVII traza con gran precisión las bases de lo que debe ser la educación. Su propuesta, que sintetiza en su obra Didactica Magna, es tomada como referente en los sistemas educativos que empiezan a diseñarse y a establecerse primero en Europa, y luego más allá.
Por tanto, cuando hablamos de educación o escolarización (aún y teniendo en cuenta que ambos términos no son sinónimos) sería prudente volver la vista a sus cimientos, a Comenius. Por ello, quisiera —en un acto muy breve— mirar ese inicio de siglo XVII donde Comenius escribe o, incluso visiona, lo que serán nuestros sistemas educativos; los que todavía hoy, en pleno siglo XXI, si bien en crisis, aún perviven.
Al hacerlo nos encontramos con una terrible guerra: la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Un horrible y devastador acontecimiento europeo que dejó unos 8 millones de muertos, exacerbadas por epidemias como las de la peste negra. Un conflicto que enfrentaba inicialmente a católicos y protestantes, pero que después derivó a un conflicto total entre todos.
El saldo de este acontecimiento para Comenius fue, entre otros, el asesinato de su padre (pastor protestante), la pérdida de su casa por un incendio provocado, la huida constante por amenazas, y la muerte de su esposa y sus dos hijos debido a la peste.
Ante tal horror, ¿qué hace Comenius?
¿Desesperarse? No.
¿Deprimirse? No.
¿Aislarse? No.
Comenius toma una posición humanista y, a pesar de observar la crueldad humana en todo su apogeo, decide creer en el ser humano y en su humanidad. Esa fe, esa esperanza, le dan el coraje y la luz, no solo para comprender que en la educación de los más pequeños está la clave para la Paz, sino para promover que es deber de los Estados asegurarse que esa educación sea universal para garantizar en el futuro la convivencia y evitar la violencia o las guerras.
Comenius se empeña en usar su vida para sembrar una semilla que evite que la barbarie que él testimonia se vuelva a dar. “Enseñar todo a todos, totalmente” es su máxima, y es la misma que nuestros sistemas educativos han ido persiguiendo —con mayor o menor éxito—.
Por tanto, hablar de educación, implica hablar de convivencia, hablar de no violencia. Lo mismo sucede, en este caso, cuando abordamos la escolarización. Entonces cabría preguntarse: “¿Cuando hablamos de educación ya estamos hablando implícitamente de educación emocional, o de empatía, o de educación para la paz?”. “Sí”, deberíamos de responder.
Otro interrogante sería el siguiente: “¿Y por qué entonces hacemos de ello una moda?”. “No lo sé”, respondo. Educar en la empatía o en el autogobierno (que empieza con la identificación y gestión emocional) está en las raíces más profundas y clásicas del concepto de educación.
Para muchos historiadores de la pedagogía, la escuela, desde sus orígenes, serviría a tres grandes fines: acción civilizatoria, promoción del conocimiento y convivencia social. Durante mucho tiempo los dos primeros fines fueron centrales, y recientemente, nos hemos acordado del tercero, y con él de la empatía: ¡Aleluya!
Sin embargo, a veces se puede correr el riesgo contrario, es decir, olvidarse ahora del conocimiento. Es un difícil equilibrio por el que hay que velar. Por ello, la recomendación es que la empatía sea transversal en la educación, mientras “enseñamos todo a todos, totalmente”. Así, no recomendaría que educar en la empatía sea una asignatura, o una serie de técnicas, o tecnologías digitales o de inteligencia artificial que apliquemos con el alumnado, sino una manera de constituir cultura de centro.
Si queremos educar en la empatía, practiquemos la empatía en el mundo adulto. Pero, sobre todo, no una empatía políticamente correcta, sino una empatía activa. Es decir, que permita abrir nuestros corazones a la compasión, al perdón y la comprensión profunda (sin juicios) del otro.
Para ponernos de verdad en los zapatos de las otras personas hemos primero de aprender a salir de los nuestros, y esa es la dificultad más desafiante —sobre todo en un mundo como el que tenemos hoy día, que presenta una fuerte tendencia individualista—. Los niños y las niñas aprenden según son tratados, por tanto, la empatía debe ser una forma de relacionarse con ellos, y delante de ellos, o al menos intentarlo.
Desde el programa de alfabetización emocional y convivencia escolar En Sus Zapatos: un espacio de empatía activa —con el que fui reconocida como Ashoka Fellow hace cinco meses— formamos usando la metodología de enseñanza/aprendizaje socioemocional del Teatro de Conciencia, a los docentes, familias y personal no docente a desarrollar esta mirada empática, compasiva, hacia la alteridad y sobre todo hacia los niños y niñas, para que el alumnado vaya aprendiendo a convivir respetándose a sí mismo y respetando a los otros, de manera que pueda resolver sus conflictos sin usar la violencia.
Adicionalmente, los profesores aprenden la metodología y cuentan con recursos específicos para llevar a su aula y enseñar a identificar y gestionar sus emociones, a desarrollar su empatía y a resolver sus conflictos de forma positiva.
Desde 2017, hemos alcanzado más de 115.000 personas (adultos, niños, niñas y adolescentes) en más de 140 centros escolares, gracias a la estrecha colaboración con la Subdirección General de Programas de Innovación y Formación del Profesorado de la Comunidad de Madrid.
Pienso que el programa ha crecido tanto, y ha recibido varios reconocimientos nacionales e internacionales (como el de Ashoka), no porque la empatía se haya puesto de moda, sino porque la educación y la escolarización buscan su eslabón perdido desde la época de Comenius. Porque, ¿cómo se logra la paz sino con empatía?
***Pax Dettoni Serrano es Emprendedora Social Ashoka 2023.