En 1981 el cineasta George Miller sorprendió con la secuela de Mad Max, un mundo ambientado en un escenario donde el agua se convierte en el recurso más preciado y codiciado; símbolo de poder y de desesperación. Unos años después vimos como en el film Dune la supervivencia de sus habitantes depende de la conservación y del uso eficiente de cada gota de este recurso esencial para la vida. La máxima expresión de una economía circular.

Afortunadamente, en el mundo real nos encontramos lejos de estas distopías; el agua representa más de dos tercios de la superficie terrestre.

Ahora bien, al igual que ocurre en el resto de materias primas, su distribución es heterogénea. Mientras que en algunos países de la zona ecuatorial las lluvias pueden superar los 3.000 litros por metro cuadrado, en las naciones ubicadas en el trópico de Cáncer las precipitaciones son marginales, por debajo de los 100 litros por metro cuadrado.

Por ello, aunque es uno de los materiales más abundantes, más del 25% de la población —alrededor de 1.900 millones de habitantes— habitan en zonas hídricas estresadas. Si el cálculo incluye, además, a los países que sufren escasez de agua durante al menos una parte del año, este porcentaje se duplica, hasta alcanzar aproximadamente a la mitad de la población mundial.

Esta desigual distribución muy posiblemente se agravará en los próximos años, como consecuencia de la alteración de los patrones climáticos. Numerosos modelos estadísticos sostienen que lloverá de forma más errática. Las precipitaciones disminuirán en algunas de las regiones más secas, mientras que, al mismo tiempo, se incrementarán en las zonas húmedas. Además, lloverá menos días, pero de forma más intensa.

La formación de fenómenos extremos, como sequías e inundaciones, será cada vez más frecuente, un riesgo que ya se está materializando, como indican los datos de la serie histórica. También aumentará la frecuencia de los episodios climáticos adversos y antagónicos, como la sucesión de inundaciones y períodos secos, un proceso que origina efectos devastadores en la actividad agrícola.

Por si fuera poco, el aumento esperado de la demografía tensará, más si cabe, el acceso a estos recursos hídricos. Según Naciones Unidas, para mediados de este siglo la población podría incrementarse un 25%, hasta situarse cerca de los 10.000 millones de habitantes. El aumento demográfico será, además, especialmente significativo en un buen número de países que, actualmente, ya se encuentran en una situación muy tensa. 

Los desafíos que entraña la dificultad en el acceso al agua son numerosos. No solo es fundamental para la agricultura o la ganadería, si no que participa en buena parte de los procesos industriales. Su uso es imprescindible en sectores como el de la energía, minería, industria papelera, cementera, química o textil, por citar algunos ejemplos. También en algunos de los más vanguardistas, como la industria de los centros de datos.

Además, el 90% del comercio mundial se realiza por transporte marítimo, por lo que las variaciones en las precipitaciones pueden afectar a las cadenas de valor, como pone de manifiesto la caída del tráfico marítimo en el último año en el Canal de Panamá, debido a la ausencia de precipitaciones.

Ejemplos, como el de la economía brasileña, demuestran la capacidad de las sequías de distorsionar, en mayor o menor medida, el comportamiento de buena parte de los sectores económicos; como ocurrió en 2021, cuando la ausencia de agua no solo afectó al sector agroalimentario, sino que, además, originó una crisis energética que impactó sensiblemente a la industria.

Al ser buena parte de la estructura sobre la que se sustenta la economía, no sorprende que los episodios de estrés hídrico puedan poner en peligro la estabilidad de los países, un riesgo que posiblemente se subestima. Diversos estudios relacionan la severa sequía que sufrió Siria a principios de este siglo con las protestas sociales que, posteriormente, acabaron desembocando en la brutal guerra civil.

Por si fuera poco, la ausencia de agua también tiene implicaciones diplomáticas. Cerca de tres mil millones de personas dependen de cuencas fluviales transfronterizas para satisfacer sus necesidades. En muchos casos, el uso de estos ríos compartidos no está regulado por acuerdos internacionales, un vacío normativo que favorece la posibilidad de que se produzcan disputas entre países.

Esta probabilidad se agrava por la desigual posición negociadora entre las naciones ribereñas. Los países situados aguas arriba cuentan con una valiosísima ventaja estratégica, al tener la capacidad de regular el flujo de los ríos. Mediante la construcción de infraestructuras hídricas, como presas o embalses, pueden acaparar y dirigir el caudal de las cuencas fluviales.

Por el contrario, las naciones situadas aguas abajo constituyen el eslabón débil de la cadena. En estas economías, el acceso a los recursos hídricos no está garantizado, dado que no solo depende de las dinámicas climáticas, sino, también, de las decisiones arbitrarias de terceros países.

Atendiendo a la serie histórica, las naciones ribereñas han optado, tradicionalmente, por cooperar, con el objetivo de evitar los escenarios más desfavorables. Ahora bien, esto no excluye la posibilidad de que el acceso al agua marque cada vez más las relaciones diplomáticas, a medida que nos desplazamos hacia un escenario climático más exigente. Especial preocupación suscita la competencia por el acceso al agua en las cuencas de los ríos Éufrates, Indo, Mekong, Nilo y Tigris.

Llegados a este punto cabe preguntarnos si los riesgos asociados a la falta de agua son inevitables. La respuesta no es sencilla. En el lado positivo, la humanidad ha demostrado a lo largo de la historia una formidable capacidad para desarrollar mejoras tecnológicas que han permitido superar las dificultades.

Una de las principales alternativas es la obtención de recursos hídricos mediante la desalinización del agua del mar, una industria que está registrando un crecimiento exponencial, impulsado por las innovaciones tecnológicas y el abaratamiento de los costes de la energía, gracias a las renovables.

También cabe destacar la constante mejora de la eficiencia en el sector agrícola, pues el aumento en la producción agrícola ya no está asociado a la ampliación de la superficie cultivada, sino a mejoras de la productividad. A esto se une la mejor gestión del agua, gracias a la modernización de las técnicas de riego.

Todas estas líneas de innovación abren una ventana de oportunidad para mitigar el reto del agua. Ahora bien, hay que tener presente que algunas de estas soluciones presentan obstáculos geográficos y económicos que impiden su despliegue a gran escala.

En cualquier caso, la economía mundial se dirige hacia un futuro paradójico. El agua seguirá siendo uno de los materiales más abundantes de la Tierra. Lloverá más; con mayor intensidad; pero de forma mucho más errática y desigual. En consecuencia, algunas regiones se asemejarán, cada vez más, a los distópicos mundos de Mad Max o de Dune. La realidad no tan lejos de la ficción.

La magnitud de estos desafíos dependerá, en buena medida, del comportamiento de las temperaturas en las próximas décadas. Si se materializan los escenarios menos favorables, cabría preguntarse si existe algún otro riesgo que pueda amenazar la seguridad alimentaria, provocar distorsiones en la actividad económica, tensar hasta niveles extremos las costuras sociales, e incluso desencadenar disputas entre países. El agua es el bien más preciado que tenemos, aunque casi siempre lo olvidemos.

*** Pablo Arjona es analista de la Unidad Riesgo País de Cesce.