Corre el año 1995 cuando, en Berlín, tiene lugar la primera Conferencia de las Partes (COP) sobre el cambio climático. Es el año en el que se pone nombre y apellido al cambio climático y el año en el que se cierra un tratado internacional para poner fin al calentamiento terrestre antrópico.
En definitiva, un año en el que parece que nos hubiéramos marcado un objetivo muy loable, el de salvar la vida en el planeta Tierra. El único problema: los requisitos para alcanzarlo nos fastidian los planes de crecimiento infinito.
Arrancando hace casi tres décadas, las Conferencias de las Partes, con 129 países representados en ella, debaten anualmente medidas para mitigar, ralentizar o incluso paliar el auge de la temperatura global. Sin embargo, son muy pocas las voces que se atreven a pronunciar en alto la única vía que es capaz detenerlo en seco: dejar de quemar CO₂, con carácter inmediato.
Aunque cada año acostumbro a dedicar unas palabras de reflexión a las COP sobre el cambio climático, este año mi reflexión parte de un lugar diferente. Me pronuncio ante la COP29, por desgracia, con conocimiento de causa.
Mientras mandatarios de todo el mundo se reunían, una vez más, para prolongar la eterna discusión sobre cómo abordar el cambio climático sin frenar el crecimiento económico, en la Comunidad Valenciana, a escasos kilómetros de mi casa, seguíamos contando muertos.
Familias enteras buscan aún a sus seres queridos entre los escombros que ha dejado a su paso la mayor tragedia ambiental de nuestra historia reciente: la DANA más devastadora jamás registrada en España. Su origen: el calentamiento del mar Mediterráneo por encima de los límites establecidos como seguros.
Esta catástrofe ambiental nos lo ha dejado muy claro: el cambio climático no concede prórrogas. Mientras debatimos y parcheamos con planes de contingencia que intentan postergar decisiones dolorosas para nuestras economías y comodidades, la temperatura del planeta aumenta y desata fenómenos naturales que cobran vidas. En España han sido 227 este año, una cifra que debería ser suficiente para sacudir cualquier resto de apatía e inacción.
La solución al problema la tenemos. Sabemos que frenar el calentamiento global exige abandonar los combustibles fósiles. ¿Es una medida dolorosa para nuestras sociedades? Indudablemente.
Desde la revolución industrial el ser humano se aferra a la quema de estos combustibles como a una droga. Pero es la única carta que nos queda para evitar que tragedias como la acontecida en la Comunidad Valenciana (y tantas otras que hacemos como que nos vemos) se conviertan en el nuevo orden mundial.
Los líderes políticos, reunidos la pasada semana en la 29ª Cumbre de las Partes, hacen que deciden si se atreven a jugar esta última carta, o si, por el contrario, miran para otro lado y se juegan nuestras vidas. Sin grandes expectativas, quedo a la espera.
***Manuel Lencero es CEO de la fundación Unlimited.