Franco Félix (Hermosillo, México, 1981) lleva apenas unas horas en Madrid cuando recibe a ENCLAVE ODS en la cafetería del Círculo de Bellas Artes. Entre cafés y conversaciones animadas, habla con una poco más que un susurro, se refugia tras su camiseta de Super Mario Bros. y una gorra que, dice, le da ese toque de jugador de baseball, deporte del que se considera fan. Es escritor, y “la escritura es un trabajo de soledad” y, por eso, confiesa, hablar con periodistas le saca de su zona de confort. “Pero es parte de mi trabajo”, sonríe.
Se encuentra en nuestro país promocionando su último libro, Lengua dormida (Sexto Piso, 2023), el más íntimo e intenso de los cuatro que ya tiene a sus espaldas. En él, mezclando realidad y ficción –“un 97% de todo lo que cuento ocurrió”–, rinde un tributo a su madre, fallecida poco antes de la pandemia, y a su historia, teñida por una violencia que le llevó a abandonar a su primera familia y ocultárselo al hijo que tuvo años después.
El texto de Félix es, por tanto, “un libro de reivindicación; la de mi madre” y la de todas las madres que, en México y otros países, han tenido que elegir entre sus hijos o las palizas. Sin embargo, el autor mexicano no descubrió la verdadera historia de su progenitora hasta que no fue demasiado tarde; hasta que la vida se la llevó prematuramente. “Sentía que todavía faltaban unos diez años para empezar a cuestionarme que mi madre podría desaparecer”, confiesa con un hilillo de voz.
Y confiesa que sintió que se la habían “arrebatado”. Aunque, claro, añade, “supongo que nadie está preparado para la muerte de su madre”. Al fallecer de manera abrupta, todo lo que no se dijo durante décadas quedó en silencio. Todas las preguntas que nunca se atrevió a hacer, quedaron sin respuesta. Y por eso Félix empezó a tirar de los hilos del pasado.
“Mi madre tuvo una vida muy interesante, muy dura, y fue vapuleada y tratada como una especie de demonio”, asegura el autor. Por eso, él sentía que le debía al menos una oportunidad de contar su propia historia. Poner sobre el papel todas aquellas cosas que, desde niño, despertaban su curiosidad.
De ‘hippie’ a víctima de violencia de género
Félix asegura que su interés por el pasado de su madre no apareció, de golpe, tras su muerte. Más bien era algo que siempre le había acompañado. Su fallecimiento solo fagocitó esa necesidad descarnada de saber si el producto de su imaginación era correcto o no. Porque, cuenta, “esa ausencia de esa historia propició que yo la imaginara, y son las vidas imaginarias las que modelaron mi vida”.
Pero “si hay algo que conduce la escritura es la imaginación”, advierte. Y matiza: “Y esa imaginación, cuando la practicas, te transforma”. El desconocimiento del Félix niño se tradujo en un adolescente imaginativo al que fascinaba todo lo que no sabía de la mujer que le dio la vida y le crio. Fue en ese momento cuando, tímidamente, empezó a entretejer la historia de su madre y a permanecer alerta para escuchar y entender, investigar y preguntar.
Pregunta: Tenía toda esa parte imaginada que había ido descubriendo, escuchando, viendo, investigando en su infancia y adolescencia. Ya como adulto, cuando se pone a escribir, entiendo que hay cosas que rompen con ese imaginario infantil.
Respuesta: Sí, claro. Porque la imaginación tiende hacia lo inverosímil. Aunque luego la realidad incluso puede resultar más inverosímil aún, ¿no? Pensaba que mi madre había salido de Ciudad de México en busca del sentido de la vida o algo por el estilo. Veía sus fotos y era poco hippie, y me imaginaba que era de esas hippies que andaban probando peyote [ríe].
P.: Pero no…
R.: No. Resulta que la historia de mi madre es brutal. Cuando me enteré, fíjate que yo solo sabía que había dejado a una familia, pero no me imaginaba el motivo. Así tan acostumbrados estamos como personas a la violencia, que lo más obvio era lo que había pasado. La violencia doméstica en México sucede en 8 de cada 10 familias. Pero como uno está acostumbrado a vivir esas violencias, las obvia y no las imagina. Ahora sé la violencia a la que fue sometida mi madre… y mi hermana también.
P.: De eso no habla en el libro.
R.: Lo averigüé después de publicarlo. Mi hermana recientemente me confesó que empezó a ir a terapia y descubrió que mucha de su personalidad estaba condicionada por abusos sexuales que había padecido, pero que había borrado de su mente. Por eso mi madre se la llevó cuando abandonó a su familia.
Ahora entiendo por qué la relación de mi madre y mi hermana siempre fue muy conflictiva. Y mi hermana, al enterarse o recordar esto que pasó, está sintiendo compasión por nuestra madre. Y todo a raíz de la novela. El libro ha hecho que mi hermana se empiece a acostumbrar a su realidad, porque leerlo causó un shock. Es impactante.
Vivir el duelo a través de las palabras
Para Félix, el proceso de escritura de Lengua dormida fue un despertar, una especie de terapia que le permitió vivir, reconocer y trascender su propio duelo. Pero, sobre todo, dice, aprendió “a ser un hijo”.
Porque, dice, “nuestra responsabilidad como hijos es preguntarnos no solo de dónde viene nuestra madre, sino, en caso de que haya dejado a alguien más, abrirnos a la posibilidad de que haya una razón, una circunstancia de ese abandono”.
Félix reconoce que durante el proceso de escritura pensó mucho en sus “hermanos”, a los que su madre abandonó, que no tuvieron la oportunidad de conocerla. “Este libro se lo dedico a mi padre y a ellos, justo para que conozcan quién es, porque es un manual también para ellos, para que sepan ser hijos de esta mujer”.
Lengua dormida es para Félix una especie de terapia con la que aprendió a gestionar su propio duelo. Y ahora sabe que también está ayudando a otros. Y es que asegura que hay centros de psicología en su país natal que empiezan a recomendar su libro con este fin. Él incluso bromea que sería "fantástico" que hiciesen una promoción: "Compra el libro y te regalamos dos sesiones de terapia", ríe.
Y es que, al final, su proceso de duelo ha tenido –y tiene– más capas de lo que podría parecer. No solo se enfrentó al duelo por perder a su madre, sino también al de ella por haber dejado una familia y, como ha reconocido, al de su propia hermana.
El éxito de su novela, reconoce, está en que se dejó su propia piel en las páginas. Y compara su experiencia con la historia que cuenta el primer capítulo del remake de La dimensión desconocida, la sería de los 50 que volvió a la pequeña pantalla en 2019.
En él, el protagonista está haciendo un monólogo del que se nutre de cosas que ocurren en su propia vida. Habla de su mascota, y cuando llega a casa, esta ya no está. Habla de su sobrino, y desaparece. Con la escritura, explica, pasa igual: "Tuve que dejar una parte de mí en el texto para que funcionase". Esto, asegura, también "es algo muy peligroso".
P.: ¿En qué sentido es peligroso?
R.: Porque estoy dándole vueltas, analizándolo, es como matarlo. Dar vuelta sobre el duelo, sobre tu propia historia, da mucho miedo y he sabido sobrellevarlo. Pero luego en las noches pienso 'mamita, vieja, mira, que andamos en España presentando tu libro', y como que siento que cada día voy dejando algo. Pero me aterra muchísimo que de ahora en adelante le pase eso que le pasó a ese comediante de 'La dimensión desconocida', que tenga que esperar a que mi padre desaparezca para volver a escribir.
P.: Muchas veces no sabemos cuánto nos marca el pasado desconocido, incluso de nuestros padres, en nuestra propia vida. ¿Cómo le marcó a usted?
R.: Eso es muy reciente, empieza a ocurrir después de su muerte y a la hora de escribir el libro. Ahora me empiezo a conocer justo con la escritura de su historia. El libro me permite conocerme como hijo, como hijo de mi madre y como hijo en general.
Es un manual para mí, para entenderme, para entender su maternidad, y la maternidad en general. Para entender que nuestras madres son más que nuestras madres. Y eso se dio todo después de su muerte, y ya es demasiado tarde, pero siempre va a ser así. Uno tiene que convivir con esta idea de que pudo haber hecho más.
La desvinculación con los padres y los narcos
P.: En todo este viaje que ha sido su vida descubrió cosas muy duras del pasado de su madre, ¿cómo fue ese descubrimiento? Porque, como hijo, tiene que ser complicado encontrarse con que su madre abandonó a otros hijos para huir de una situación de violencia.
R.: Me hace cuestionarme la poca comunicación que tenemos con nuestros hijos. Yo creo que pasa mucho en México, no sé en otros lugares, porque a raíz de la publicación se me han acercado muchos lectores para decirme que les pasa algo como lo que cuento.
Este tema de la violencia, que nos lo callamos, que se nos duerme la lengua, porque parece que es parte de nuestro estatus de hijo. Porque como padres nos tenemos que cuestionar estos roles, pero también como hijos. Hay mucha, mucha, mucha violencia en México.
P.: ¿Qué relación tiene una cosa con la otra?
R.: Toda la violencia parte de ahí, de la forma en que nos educan en el nicho familiar. Porque eso es lo que produce que en las escuelas los niños estén armados, que se conviertan en sicarios. Niños de 12 y 13 años… Justo por esa falta de comunicación y esa desvinculación. Y no hablo de la familia como esa cosa espectral de la institución, no, sino del vínculo que puedes tener con ese sujeto que te dio a luz, que te parió, que está ahí contigo todos los días, que te da de comer.
Yo me pregunto si en México en 1984-85, si el narco hubiera sido el narco que es ahora y con la desconexión que tenía con mis padres, ¿qué habría pasado? Tal vez me hubiera ido por ahí. Es muy fácil caer en eso.
P.: Pero no lo hizo.
R.: Por suerte caí en los libros y en todo este mundo de la literatura, pero es una anomalía. Y los programas culturales que han funcionado mucho en Medellín (Colombia), por ejemplo, que son una iniciativa importante, en México los hemos abandonado.
Hay una cultura que está arraigada justo por esa desvinculación de los padres, como personas, no como institución. Y se debe a esa soledad que puede experimentar un niño: el no sentirse entendido o como parte de algo. Hay mucho de ese desarraigo muy amplio en México: no nos sentimos parte de nada y es más fácil que lo morrillos [o adolescentes] se sientan más cercanos a las bandas de la calle, que están mucho más relacionadas con la música que escuchan, por ejemplo, que con sus padres.
Para Félix, “la culpa no es ni del artista ni de los padres”. Si no, más bien, “de todo el sistema”. Porque, explica, “las instituciones, el Estado no está ofreciendo que los niños se encuentren con un libro, con una pintura…”.
El escritor lo explica con una analogía: “México es como una gran madre, que tiene esa calidez, y de pronto el Estado es el padre que te abandona a tu suerte”. Eso sí, puntualiza que habla de padres y madres en términos “tradicionales”. Y matiza: “El Estado tendría que proveer y organizar, pero no ocurre, y el que viene a tomar su lugar es el narco, es la violencia. Es como el padrastro que se lleva a chicos cada vez más jóvenes a un mundo de violencia”.
Félix lamenta que no haya más niños y adolescentes en su país con su misma suerte, a los que les llegue un libro “como caído del cielo” por casualidad. Porque su relación con la literatura fue, como poco, fortuita. “En mi casa nunca hubo libros, nunca hubo nada de eso”, confiesa
P.: ¿Cómo llegó, entonces, a la literatura?
R.: Mi terapeuta me comentaba que mi madre me había dado a luz estando deprimida. Y, por supuesto, con eso estaba relacionado todo ese silencio, toda esa falta de comunicación. Pero es que ella tenía una familia, unos hijos y rompe con eso y de repente tiene a otro. Y estaba sumida en una depresión, y esta depresión transformó no solo mi personalidad sino esa búsqueda del lenguaje, ese anhelo de las palabras.
Porque cuando mi madre vivía en Hermosillo, una ciudad en México, su familia, sus propios padres, la castigó, la condenó por haber dejado una familia. Pero con el paso del tiempo mi madre fue a Ciudad de México, me llevó como bebé, conocieron a mi padre, y su familia se dio cuenta de que estaba en buenas manos.
P.: ¿Qué relación tiene esto con los libros?
R.: Pues cuando yo tenía unos tres años estaba en Hermosillo, y mis abuelos rentaron una casa, porque querían pasar una temporada con nosotros. Y en ella había una biblioteca. Cuando mi madre me llevaba, yo me metía a ver los libros, porque nunca los había visto en mi casa y me fascinaban. Y ya con cinco años o así ya aprendí a leer y ya quería leer de todo. Al final descubrí el mundo a través de estos objetos.