Podría haber dicho aquello de que el confinamiento nos pillara confesados. Porque no se podía ir ni a Misa. No sólo. Porque más allá del miedo, más allá de la enfermedad y el dolor de tantos –el dolor de todos– la sensación de fin del mundo era el principio del más optimista. Me pongo como ejemplo.
Kafka no habría escrito mejores líneas que las que escribió cualquier hijo de vecino, tal fue la situación: kafkiana. Pero lo que en principio empezó siendo la encrucijada de múltiples incertidumbres, con el paso de los días acabó convertido en una especie de mar en calma, según he podido atestiguar.
Léase en la vida cotidiana. Léase, por supuesto, para quienes no vivían personalmente o en sus seres más queridos el drama de la enfermedad.
Hubo muchos que tuvieron más trabajo que nunca. Sobre todo los primeros días. Puedo afirmar que fui uno de aquellos seres que no veían la posibilidad de cerrar el ordenador. Y hubo muchísimos trabajadores esenciales que hicieron más horas que nunca, con gran desesperación –¡qué les vamos a contar a los sanitarios!–, y fueron aquellos días y meses que vivieron peligrosamente.
Sin embargo, hubo, creo, una sensación bastante generalizada de alcanzar una cierta sostenibilidad emocional. Porque en general tuvimos una gran oportunidad, la de estar más cerca de la persona más importante de nuestras vidas: nosotros mismos. Esos con quienes dice mi querida amiga la psicóloga Laura Rojas-Marcos que nos comunicamos más bien poco.
Mi sensación es que incluso sin ser muy conscientes pudimos otorgar mimos a nuestro espíritu, a nuestra alma, a nuestras emociones. La práctica del yoga, la de la meditación, las visitas virtuales a museos, la música, la cultura que tantos distribuyeron con tanta generosidad hicieron su trabajo.
Pero me temo que más hizo el silencio. El de las calles y los compañeros de trabajo ausentes, aunque igualmente la ausencia de otros ruidos, los nuestros propios.
Seguramente sea ese el motivo de que cuando se empezó a abrir la veda de la vuelta a las oficinas comenzara la oposición de muchos trabajadores que preferían seguir en casa siquiera algunos días. Si bien conozco casos contrarios, personas que no aguantaban ni un minuto más la soledad, ese diálogo permanente con uno mismo, ese testigo de cuatro paredes.
Sin ser muy conscientes pudimos otorgar mimos a nuestro espíritu, a nuestra alma, a nuestras emociones
Seguramente sea esta una de las razones que hacen que cuatro millones de estadounidenses abandonen mensualmente su trabajo desde el mes de abril, y no solo por los ahorros conseguidos. #Thegreatresignation –la gran renuncia– se llama el movimiento.
Estrés, exceso de trabajo a cambio de salarios bajos, un cierto empoderamiento y una presión psicológica después de la inesperada y pasada calma podrían estar detrás. Me lo dijo mi amiga Begoña: medio millón de italianos –que se dice pronto– habían renunciado a sus contratos fijos. Y entonces recordé que conocía casos de personas que volvieron a sus pueblos, a sus ciudades de origen tras los meses confinados o a partir del verano de 2020.
También varias crisis existenciales y, especialmente, laborales. Más de un caso –y de dos– de bajas emocionales antes de hacer futuro el pasado. Más de uno y de dos casos cercanos de quienes ya no se han visualizado haciendo honor a otros tiempos pretéritos por descubrirlos ajenos, de quienes han visto la película laboral prepandemia y no se han gustado como protagonistas.
Seguramente sea una de los motivos de que, por fin, nuestra sociedad haya comprendido la relevancia de la salud mental, un tema que da para otro artículo y que debería tenerse en cuenta en las empresas. La verdad es que hace ya años que digo que además de las clases de inglés en el trabajo, como beneficio social, deberían implantarse los psicólogos y espacios para yoga o meditación para mejorar el clima laboral.
Seguramente por todas estas razones, mi amiga Merche que es una sabia de las emociones me habló de ese concepto de sostenibilidad emocional y yo le hice caso cuando me sugirió que escribiera sobre el tema.
La pandemia no ha terminado y no da muchas pistas de que vaya a acabarse en los meses venideros
La realidad es que fueron meses duros. Y, sin embargo, para algunas personas significaron un cambio, un alto en el camino. En realidad, pienso que para todos, incluso si alguno no ha caído en la cuenta.
La pandemia no ha terminado y no da muchas pistas de que vaya a acabarse en los meses venideros. Pero si la deriva no es completa, si no se producen nuevos confinamientos, algo que tampoco parece vislumbrarse en el horizonte más cercano, podría hablarse de que una parte de la sociedad habría alcanzado la velocidad de crucero en lo que a sostenibilidad emocional se refiere.
Porque lo extremo fue aquello. De aquellos momentos salimos no sé si más o menos fortalecidos, no sé si más o menos mejores –otro capítulo aparte–, pero sí sé que diferentes, con más valores a flor de piel, más conscientes de dónde están el polvo y la paja, dónde la bondad, dónde la toxicidad y las toxicidades, a qué renunciar y a qué no renunciar de manera conscientemente sostenible, con los cinco sentidos.
Y termino con una broma por aquello de que el sentido del humor es el más necesario de los sentidos (para vivir feliz). Y pido perdón y permiso a las personas religiosas. Porque los años precedidos de a.C y seguidos de d.C tienen ya un nuevo significado: antes de la covid y después de la covid.