Hace unas semanas, una amiga le afeó a otra –común a ambas– su melena excesivamente larga para sus convenciones y sus profundas convicciones estéticas. Yo asistía a la conversación y asentía para mis adentros, porque nadie me había invitado al cruce de opiniones. Lo que no esperaba es que la respuesta de la interpelada fuera que la estaba dejando crecer con ganas para poder realizar una mejor donación. Así era. Su pelo servía para pelucas destinadas a mujeres en tratamiento contra el cáncer.
Sin palabras.
Siguiendo con la estela capilar, días después tuve la suerte de conocer el proyecto que está llevando a cabo la división profesional de la multinacional cosmética L’Oréal, que consiste igualmente en la donación de cabello, no precisamente de coletas hasta la cintura, o no solo, como era el caso de mi amiga. Más sencillo: su trabajo se realiza con ese pelo que normalmente cubre los suelos de las peluquerías y que es recogido con mejores o peores maneras, según el salón del que se trate.
Se lo he escuchado en alguna ocasión –y lo he leído también en sus publicaciones– a Ellen McArthur, premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional 2022: “Lo que para unos es basura, para otros puede convertirse en un tesoro”. Y, desde luego, en el caso del programa HairStaylist for the Future, de L’Oréal Productos Profesionales, lo es. Porque ese cabello que nos cortan se utiliza para mantillos en agricultura regenerativa o para redes biodegradables con las que limpiar aceites, hidrocarburos y metales pesados en puertos, ríos y mares.
Además, la recogida la realiza una startup española, Clic Recycle, que asegura que 3 kilos de cabello humano equivalen a medio kilo de nitrógeno, lo que en agricultura supone no usar fertilizantes químicos, aparte de que combaten plagas y, al entorpecer la evaporación, se ahorra agua. En cuanto al segundo uso, se sabe que el cabello, además de ser biodegradable, absorbe mejor que el propileno, utilizado normalmente en materiales como el cobre o el zinc. Para hacerse una idea de la utilidad, baste decir que un kilo de cabello absorbe hasta 8 litros de aceites y petróleo.
No es la única acción del programa, ya que si hablamos de la primera R de la sostenibilidad, esa de la reducción, se ha propuesto la de agua en los lavacabezas en un 69% en cada lavado. Y también antes del mismo, con un sistema por el que se regula mejor la llegada del agua caliente, lo que no es baladí, sabiendo que en esas esperas de la temperatura adecuada se derrocha en torno a entre 6 y 25 litros de agua por cabeza. Una auténtica barbaridad.
Coincidió el conocimiento de estos datos con la lectura de un libro que debería convertirse en imprescindible, y no solo para quienes estamos imbuidos ya de que el desastre del cambio climático podemos ayudar a pararlo entre todos con pequeñas acciones. No me puede la pasión y amistad que siento por la periodista Ana de Santos al recomendar su manual Vivir sin huella para la población en general. Para los convencidos y para quienes aún dudan de que el gota a gota depende de todos y que una sumada a la otra multiplica y es capaz de transformar.
Habla Ana de cómo la huella ambiental, pero también la ecológica, debe tratarse de manera global y a lo largo de toda la cadena de valor de nuestro día a día, es decir, en cada acto. Siempre se dice que lo que no se mide no existe. Pues después de leer el libro contradigo la afirmación o la convierto en mantra aún más claro. Porque sí, la huella existe y la dejamos todos en cualquiera de nuestras actividades y opciones. Todo tiene su impacto. Lo que hay que hacer es medirlo para conocer esa huella y paliarla o anularla.
Y no, tampoco la medición es tema que ataña única y exclusivamente a las grandes corporaciones. También existen herramientas para que nosotros mismos podamos realizar esos cálculos. Y De Santos ya ofrece algunos estremecedores. Un ejemplo: para obtener un solo aguacate se requieren 227 litros de agua, el equivalente a dos bañeras. Si a eso se une la costumbre de tomarlo en cualquier época del año, venga de donde venga, su huella de CO₂ lo hace indefendible.
Hechos generalistas con una huella hídrica y eco generalizada que si trasladamos al ámbito íntimo no es cuestión menor. Porque cada uno de nosotros deja, de media, una huella de 5.000 litros de agua, ¡diaria! ¿Quiere esto decir que la consumamos? Negativo. En la huella todo cuenta, es un suma y sigue. Si hablamos de hídrica, hay que unir al agua gastada y consumida, la que ha supuesto la de los productos usados y consumidos o la de la piscina que tenemos o a la que vamos…
Ah, y por cierto, a pesar de que el ODS número 6 aboga por el agua limpia para consumo y saneamiento, según la ONU, 2.000 millones de personas en el planeta viven, yo diría mal viven, sin acceso a agua y 2.300 millones habitan lugares con escasez hídrica. Si se supone que somos 8.000 millones de terrícolas, es fácil caer en la cuenta de que a más de la mitad de la población le falta ese fundamental oro inodoro, incoloro e insípido que es el H₂O.
En el libro se ofrece una serie de consejos para cumplir con el objetivo que marca su título, ese de vivir sin dejar huella. Y desde todos los puntos de vista. Desde el de la empresa, pero también desde el más personal de la higiene, de las compras, del consumo cotidiano.
Por supuesto, Ana de Santos se pasea por los mundos plásticos y sus residuos para recomendarnos cómo frenar otro monstruoso dato: más del 80 por ciento de los residuos que Europa arroja a sus mares son plásticos. Pasea por las diferentes R de la sostenibilidad (reducir, reutilizar, reciclar, reparar, recomprar…) y ofrece consejos para que en nuestros hábitos diarios dejemos la menor huella negativa posible. Queda el siguiente trabajo que sería crear la huella positiva. Y eso también se cultiva. Pero es otra cuestión.