Hace ya algunos años, por estas fechas, siempre me tocaba estar en un panel de evaluación de recursos humanos científicos que compartía con investigadores devenidos amigos y hablo de Ángeles Almeida, Ismael Buño y Toni Andreu.

Las horas se tornaban eternas, teníamos que escuchar exposiciones consecutivas y muy parecidas cada 20 minutos. De vez en cuando, en plena evaluación, nos comunicábamos vía WhatsApp para llamar la atención sobre algún detalle del evaluado, siempre nervioso. Entonces, instauré una tradición: sobre las 11 am les anunciaba por esa vía quienes habían entrado en el altar nórdico de la excelencia conocido como Premio Nobel.

El lunes, debido a nuestra profesión, era el más esperado por todos: el Nobel de Medicina y Fisiología. El martes tenía que endulzar el mensaje, la Física interesaba menos en el panel, pero mi pasado en esta rama de la ciencia hacía lo suyo. Ya el miércoles volvía el interés, el premio de Química suele estar ligado a descubrimientos en el área de la Biomedicina.

Llegado el jueves, el cansancio se dibujaba en nuestras caras y yo aprovechaba para generar apuestas sobre el Premio Nobel de Literatura que luego ninguno ganábamos. Finalmente, amanecía el viernes con su Nobel de la Paz, que a veces sonaba a guerra.

El tiempo ha pasado y, por la sana renovación de las instituciones, ninguno de los cuatro estamos en aquel panel de evaluación. Pero, afortunadamente, los nórdicos continúan la tradición que, desde 1901, intenta reconocer la excelencia del buen hacer humano. Algo que este año terminará el próximo lunes con el anuncio del Premio Nobel de Economía.

Fiel a mi costumbre, el lunes pasado, mientras revisaba la tesis de mi doctorando Roberto Lozano sobre la Covid-19, me conecté vía internet con la Fundación Nobel. Entretenido estaba desmarañando el manuscrito cuando escuché el anuncio, en sueco, del premio. No entendí las primeras palabras, pero sí un nombre: Katlín Karikó. Entonces, una sonrisa coloreó mi cara.

El Nobel de Medicina de 2023 ha premiado a la bioquímica húngara Katlín Karikó y al inmunólogo norteamericano Drew Weissman por un hito que nos salvó de la hecatombe llamada SARS-CoV-2. Ellos establecieron cómo modificar un ARN mensajero para poderlo usar como vacuna, evitando un exceso de inflamación y toxicidad. Su trabajo no fue acogido con entusiasmo al principio, pero hoy el mundo lo aplaude.

La carrera científica de los laureados hasta este Nobel ha sido un camino lleno de frustraciones. Los ahora celebrados investigadores, otrora fueron denostados por las grandes revistas, los programas de financiación y las universidades excelsas. “¿Dónde está la aplicación de semejante dislate?”, decían entonces. “¡Qué grandes científicos!”, dicen los mismos hoy.

Avanzando al martes, llegó la tríada de premiados en Física. Dos franceses, Anne L’Huillier y Pierre Agostini, y un húngaro, Ferenc Krausz. Ellos han desarrollado herramientas para explorar el mundo subatómico. ¿Qué han hecho? Ingeniárselas para crear pulsos de luz extremadamente cortos. ¿Para qué? Para poder “ver” los fugaces procesos en los que los electrones se mueven y cambian de energía.

Estos eventos subatómicos ocurren en attosegundos, es decir, 0,000000000000000001 segundos, y te estoy hablando de la escala de tiempo más pequeña captada por el ser humano. Haciendo un símil, si la Tierra tarda un año en dar la vuelta al Sol, un electrón tarda 150 attosegundos en hacer lo mismo alrededor del núcleo de un átomo de hidrógeno.

Te digo más, imagina que quieres hacer un documental sobre el movimiento del electrón, entonces necesitaras un tiempo de exposición de attosegundos, de lo contrario sólo tendrás una imagen borrosa, empañada y sin sentido.

Este avance que comenzó su andadura a finales del siglo pasado, por lo pronto nos permite entender los mecanismos que rigen el universo de los electrones. ¿Las aplicaciones? Más temprano que tarde, llegarán.

Entrados en el miércoles, admito que una reunión me impidió seguir en directo el anuncio del Nobel en Química. A sabiendas de ello, pedí a Pedro David García, físico del CSIC, que me lo hiciera saber en cuanto se conociera.

La Academia Sueca nos ha ido acostumbrando que los laureados en Química coquetean con la Biomedicina, por no decir directamente que sus descubrimientos tienen más que ver con la Biología que con la Química. Pero esta vez han cambiado el paso.

El francés Moungi Bawendi, el estadounidense Louis Brus y el ruso Alexei Ekimov son los nuevos miembros del selecto club Nobel por sintetizar unos materiales, tan diminutos, que se rigen por las leyes del mundo cuántico. De hecho, se conocen como puntos cuánticos.

Los puntos cuánticos son nanocristales en los que los electrones se encuentran confinados. Estas especies de “islas de electrones” tienen características impresionantes con aplicaciones en campos aparentemente alejados como el diagnóstico y tratamiento de enfermedades.

Lo interesante es que mientras lees esta columna estoy seguro que interactúas con equipos que llevan implícito la aplicación tecnológica de este Nobel. Los laureados puntos cuánticos ya destellan en pantallas de televisión y monitores de ordenador.

En palabras de Pedro David García, "los Nobeles de Física y Química de este año premian la investigación en aspectos conectados. El de Física valora la producción de pulsos de luz tan cortos en el tiempo que son capaces de resolver la dinámica electrónica en un átomo. El de Química aprecia la creación de nanopartículas en las que la función de onda del propio electrón queda confinada creando átomos artificiales”. Todo un poema de amor a la interacción luz–materia, añado.

¿Y qué sucedió el jueves?

Cada año que escribo sobre los Premios Nobel digo lo mismo: Murakami sigue esperando. Lo cierto es que pensé que este año sería el suyo. Me volví a equivocar. El agraciado ha sido el noruego Jon Fosse por sus innovadoras obras de teatro y prosa que, según la Academia, dan voz a lo indecible.

Aunque no muy conocido en España, Fosse es considerado como uno de los más grandes dramaturgos contemporáneos del mundo. En Francia goza de bastante popularidad; allí ostenta la Orden al Mérito de ese país. ¿Lo has leído?

Finalmente, llega el viernes y el Premio Nobel de Paz. Esta vez para la activista iraní Narges Mohammadi en un claro reconocimiento al movimiento nacido en Irán tras la muerte de Mahsa Amini en 2022. Mohammadi estudió física e ingeniería y, desde sus tiempos de estudiante, ha reclamado la igualdad de derechos de las iraníes, denunciado las violaciones de derechos humanos por parte de la República Islámica de Irán.

Ahora tan sólo queda esperarnos al lunes para conocer quién o quienes ganarán el premio en Economía. Pero, ¿para cuándo otro Nobel en alguna ciencia para España?

En el ámbito científico nuestro país no se ha percatado que la ciencia con mayúscula se gesta en los laboratorios básicos; allí donde se buscan explicaciones “estrafalarias” y se prueban ideas “locas”. En otras palabras, donde se estudian las bases del todo.

Llevamos décadas en las que las palabras ciencia de excelencia y proyectos traslacionales son los protagonistas en cada convocatoria que tiene como objetivo financiar proyectos de investigación. Nuestros gestores y políticos hablan de ello cual mantra.

¿Y esto qué es?



La traducción es apoyar sólo aquellas propuestas que tengan una clara aplicación inmediata. Algo así como financiar el ladrillo científico español, el proyecto que mañana por la tarde podrá aplicarse. Suena interesante e incluso esperanzador, pero en la realidad con esta política nos apartamos de la ciencia que aporta y, a la larga, es rentable. Ergo, nos aleja del Nobel.

¿Cambiaremos el chip?

No estoy muy seguro. Una vez me invitaron a un encuentro con varios políticos en el Senado. El propósito era buscar un acercamiento a la ciencia. La conclusión más reveladora del encuentro la esgrimió quien dirigía la reunión: “Fuimos quienes descubrimos América, con eso es más que suficiente”.