Las del silencio son otras. Las corderas somos nosotras. Las del silencio son las mujeres afganas, cuya voz ha sido acallada por ley, prohibida, acallada en público, por considerarse íntima y por tanto pecaminosa. Siempre les quedará en privado que reír, tanto es el oprobio. 

Las corderas somos nosotras. Nosotras, las que asistimos mudas, inertes a un escarnio que, por otro lado, es ya viejo. Nosotras, ganado, que como dijo Camus, "pudiendo tanto se atrevieron a tan poco". Él añadía "les desprecio".

Yo también. Las desprecio. Les desprecio. Nos desprecio. Porque sin que nadie nos calle, decidimos enmudecer, en lugar de hacer oír nuestros gritos de denuncia, en lugar de salir a las calles, a las redes sociales o a los Parlamentos a demandar lo que ya sabemos. A veces lo hemos hecho, algo tímidamente, entiendo, pero más allá de la información de la prensa y de acciones particulares, poco más notorio, poco más para hacerse oír a favor de los derechos humanos. 

A las afganas les niegan la educación, los trabajos, les prohíben mostrar su rostro en público, viajar solas o compartir transporte con un hombre al que no estén unidas por parentesco. Son seres invisibles. Y sí, lo ha denunciado la ONU en un informe de julio. Pero entonces no se había prohibido escuchar la voz ni la entrada del relator especial de la ONU de derechos humanos en Afganistán, Richard Bennet, lo que sucedió recientemente. 

A ellas, a las afganas, las callan, las enmudecen, quitándoles el derecho a la palabra, no vaya a ser que hagan lo que deberían hacer: denunciar la ignominia talibán y su carencia de derechos, esa especie de apartheid de género. Sí, también la ignominia de ellos, la de los hombres, es denunciable, pero a ellos les dan el poder del dominio y la opresión. 

A nosotras, sus congéneres, nadie debería callarnos, más allá de la autocensura que lo políticamente correcto está imponiendo una y otra vez. A nosotras nadie nos niega la palabra. ¿Por qué no usarla? A nosotras nadie nos niega la educación. Ni los paseos en solitario.  Ni las relaciones con quien sea y como sean. 

A nosotras nadie nos impone una manera de vestirnos, de taparnos. Nosotras, a quienes ya pocas veces alguien se atreve a hacernos chistes machistas, y exigimos disculpas en caso de escucharlos, no gritamos que no hay derecho para las afganas. Al fin y al cabo, lleva la comunidad internacional ya demasiado tiempo conviviendo con ello.

Es más, nosotras hemos acudido en directo a la descalificación en los Juegos Olímpicos de la deportista refugiada afgana Manizha Talash por lucir en su capa la frase "libertad para las mujeres afganas" (Free afgan Women) y no hemos armado la de San Quintín. 

El COI determinó que esta participante en la categoría de break estaba violando las normas olímpicas de ecuanimidad, de neutralidad política. Y nos lo tragamos. Era el mismo COI que había burlado toda norma de corrección político, social y religiosa en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de París. Y que conste que no me cuento entre los escandalizados. Tampoco debería escandalizar la petición de libertad para cualquier ser humano, para las mujeres. Para las afganas, las iraníes, las de cualquier país que oprima, por desgracia muchos. 

Hablo de nosotras. Y hablo de las mujeres en global y del movimiento feminista en particular, tal vez cerrado por vacaciones de agosto. Ya sé que es duro leerlo, escucharlo. También lo es escribirlo. Pero más duro debe de resultar vivirlo. Imaginen por un momento. 

Y, ojo, que a cada cordero, como a otros animales, puede llegarle su San Martín. Los derechos hay que mantenerlos. A veces hay que pelearlos. Y no se pueden dar por garantizados, por logrados para siempre. Un pasito en falso y no sabes adónde pueden hacerte llegar. Más vale dar voces de alarma antes de correr el peligro de ser sacrificados.