Halloween fue muy diferente este año en muchas localidades españolas. Jugar a muertos el día que se estaba recuperando a algunos del barro producido por las riadas en Valencia estaba descartado. No era posible jugar. Habría sido de mal gusto.
De hecho, hubo hogares en los que el disfraz quedó para la intimidad o el año próximo. Quiso la solidaridad y el luto que se suspendieran fiestas, celebraciones, cenas… en toda España, esperando un cambio que no sea el climático, que ese ya hemos comprobado que tiene todas las trazas de haber llegado para quedarse.
Esta semana lo dijo el presidente de Gobierno, Pedro Sánchez, en Bakú (Azerbaiyán), en su discurso en la COP 29: "El cambio climático mata, lo hemos visto". En efecto, en especial el uso de energías fósiles sigue siendo el principal motivo de esa revolución atmosférica que se vuelve contra los seres humanos, nosotros, sus grandes provocadores.
Más de 200 muertos, 12.000 millones de pérdidas no es para quedarse como estábamos. Es para tomar medidas de una vez. Es para invertir, como ha escrito Mónica Chao, presidenta de WAS (Women Action Sustainability), en resiliencia, volviendo al origen de la palabra, que es la aplicada a materiales capaces de recuperar su estado original tras sufrir un impacto que los ha modificado, pero también en estrategia resiliente, esa que según la Global Commission on Adaptation, es ventajosa incluso económicamente hablando. De hecho, la tiene valorada. Según sus cálculos, "cada euro invertido en resiliencia puede generar hasta siete euros en beneficios".
Por todo ello, hay que repensar el sistema. Se ha dicho mucho. Se ha escrito mucho. Se reclama permanentemente ya no solo en ámbitos cercanos a la sostenibilidad, sino en general en la sociedad actual sea cual fuere el ámbito de pensamiento, relación o discusión. Incluso en el ámbito "cuñadil".
Se requiere un cambio de hábitos que afectan, entre otros, a uno que trasciende modas y tendencias, porque es ni más ni menos que el de vestirse. Hablamos, por tanto, de ese que impacta en la industria textil, hoy por hoy una de las más contaminantes. Y lo es no solo en su producción, lo que a la población en general podría parecer hasta normalizado tratándose de industria.
Esa capacidad contaminante afecta a la cadena de valor en su conjunto. Y hay algunos eslabones que la componen en las que nosotros, ciudadanos consumidores que se visten, no podemos intervenir. En efecto, no tenemos la capacidad de hacerlo en la producción industrial. Pero sí en aquellos que tienen que ver con los procesos posteriores a tener las prendas creadas.
En primer lugar, podemos pensar qué armario queremos poseer. ¿Optamos por uno de usar y tirar o por ese que algunos diseñadores como el español Roberto Verino han denominado "armario emocional", que nos une a las prendas que alberga y de las que, por lo tanto, resultará más difícil desprenderse?
Ese armario nos conmina a valorar la calidad, frente a la cantidad. No reclamará constante renovación y solo será completado por otras prendas que también guardarán esa relación íntima que hará que el día en que se marchen acaben en otras manos que también decidan cuidarlas. Con ese modelo estaremos hablando de un armario no solo emocional sino circular.
Y a partir de ahí las decisiones de qué comprar y cómo comprar están servidas. Y son importantes. Pocas personas pocas veces adquieren algo sin mirar la etiqueta del precio. Habría que preguntar, habría que preguntarse, cuántas se compra sin prestar atención a la etiqueta de componentes y al lugar de fabricación de la prenda.
Las cosas están cambiando. Relativamente. Pero van a cambiar de manera casi radical, con la implementación de otras etiquetas, las que se corresponden con el llamado "pasaporte digital" que nace no solo como "requisito de transparencia, sino que contribuye a que las marcas logren más credibilidad, a través de los datos que ofrecen y las historias que cuentan, por un lado; a que los consumidores obtengan más información sobre las mismas, por otro; y a que se produzca una mayor interacción entre unos y otros", asegura Claudia Ojeda, directora de Pasaportes Digitales de Producto, en Trace, una solución de trazabilidad en blockchain.
El DPP (Pasaporte Digital de Productos, por sus siglas en inglés), incluido en el Reglamento de Ecodiseño para Productos Sostenibles, está cada vez más cerca. Este archivo digital, que proporciona información sobre impacto ambiental de un producto a lo largo de toda su vida, va a ser un documento ineludible para cualquier producto que entre en la Unión Europea. Y el textil va a agradecerlo.
De hecho, en enero de 2026 se espera el primer acto delegado para textiles. "Y las empresas tendrán 18 meses para tener listo el pasaporte digital", sigue Ojeda. Eso significa que ya tienen que estar trabajando en ello y "ejerciendo presión sobre los proveedores". Llegó el momento de retratarse.
Y llegó el momento de hacerlo ante el consumidor, que cada vez va a estar más empoderado en su conocimiento sobre la procedencia de los materiales, su historia, la de su producción y los viajes que los distintos componentes han hecho hasta llegar a la industria y de ella a sus manos ya como prenda. Se trata, nada más y nada menos, que de incorporar la consciencia a los actos de compra. Se trata de decidir no solo en torno al deseo de adquirir una prenda u otra, al gusto, a la moda, sino en torno a cuál es el impacto generado y el susceptible de generar en otro territorio mucho más global, el sostenible.