Hace unos días, en uno de los cursos en los que imparto clases, estaba hablando sobre cómo cada vez más los avances tecnológicos se dirigen hacia el mejor uso de los recursos, y, por tanto, hacia la implementación de una producción más sostenible. Me interrumpí en mi disertación, observando que tampoco es que estuviera levantando pasiones el argumento. Y pregunté: "por cierto, ¿a cuántas de vosotras os interesa la sostenibilidad?".
Apenas se levantaron un par de manos… Eso de la autoexigencia, la autocrítica, la mala conciencia tiene sus aspectos positivos. Así que pensé que había formulado mal la pregunta e insistí aclarando que, por supuesto, estábamos hablando de la sostenibilidad desde el punto de vista de la moda. Apenas arranqué un par más de manos. A una casi se la subo yo... Eran 20 alumnas. Si no me confundo, menos del 25% de aquellas mujeres en el inicio de su juventud sentían inquietudes entorno a la sostenibilidad. Muy pocas.
Recordé entonces la saga de "Los juegos del hambre", que todo joven que se precie ha leído o visto. En una ocasión en que critiqué su concepto tóxico de amor envuelto con papel y lazos de falso romanticismo, alguien me argumentó que al menos la distopía de su narrativa introducía en las terribles consecuencias de la sobreexplotación de recursos y de los desastres medioambientales. La realidad es que poco he escuchado referir a los más jóvenes estos argumentos cercanos al desarrollo sostenible y mucho al romanticismo.
Y, sí, otro planeta es posible. Desde luego, el nuestro, pero con otras prácticas. Recordé un libro de los años 70, El Lorax amado por una generación, incluso llevado al cine, también criticado, especialmente por la industria maderera, algo naif, por cierto. Y en justicia pensé que eran necesarios más libros, más cuentos que acerquen la realidad de los límites del crecimiento a todas las edades para empezar a sembrar y para amplificar el concepto de la sostenibilidad, más allá de esa que describía Theodor Seuss Geisel centrada en la tala de árboles y en su afectación a la fauna y flora de un ecosistema que nos parece que es otra cosa y somos nosotros, también nosotros.
Si una cosa habría que inducir desde la infancia es la necesidad de entender esa última frase. Porque cuando hablamos de ecosistemas, cuando hablamos de biodiversidad, hay que recordar algo que parece de perogrullo, y es que estamos hablando del planeta que somos nosotros, vivitos y coleando, con nuestras luces y sombras y especialmente con nuestras acciones que, una a una, cuentan.
Y sí, puede que sea ingenuo o buenista recordarlo. Grande es desde luego la necesidad de recordar esa responsabilidad compartida a instituciones, a políticos, ay, Trump, por dios, Trump… Pero, si, claro que cuenta y no desde luego por una visión extremadamente positivista, sino también por sus consecuencias económicas. Por las nuevas oportunidades de negocio que abre trabajar con tecnologías limpias, aplicando la eficiencia energética o la innovación en el uso de los recursos. Eso es innegable.
Pero también cuenta la economía circular, que al reducir el desperdicio y por tanto costes de producción abre nuevas vías de ingresos. Y en cuanto a la sostenibilidad desde el plano social, está más que comprobado los beneficios que obtienen las empresas que aplican criterios de diversidad a todos los niveles. Hay estudios que hablan de una rentabilidad mayor, de entre el 20 y 35%, de esas empresas con relación a sus competidores. Según el último Observatorio de Competitividad Empresarial, realizado por la Cámara de Comercio de España, casi un 90% de las empresas asegura percibir beneficios al aplicar medidas de sostenibilidad. Entre otras cosas, debido a la fidelización y captación de nuevos clientes.
Cada vez se habla más de consumidores conscientes. Y esa consciencia se trabaja desde la infancia. Por eso, es de agradecer que la televisión pública se dé por aludida. Así que un aplauso a Clan TV por la inclusión en su parrilla de la serie infantil Los Wawies, una herramienta educativa clave para inculcar valores sostenibles, además, de una manera transversal y con esa fórmula tan eficaz siempre que es la de enseñar a través de historias.
Cuando Tom Pernas, en el inicio y más tarde todo el equipo que ha hecho posible la serie, diseñó el diminuto planeta Wawaland en el que habitan sus diminutos Wawies no pensó exclusivamente en sostenibilidad medioambiental. Pensó en valores. En todo tipo de principios y en su aplicación planetaria y humana. Por eso sus personajes no pelean por causas, sino que representan esos valores. Así, al margen de que el respeto al medio ambiente tenga su personaje, Bow, el resto ejemplifican esas características que harían un mundo mejor. Como Sha, la bondad y la inocencia; o Tok, la curiosidad; Opo, la cooperación; Aca, la creatividad.
Cada episodio está diseñado para introducir esos principios de vida de manera sutil y siempre a través de aventuras que estos personajes coloridos, muy divertidos y amables desarrollan enfrentados a distintos desafíos ecológicos. Y ahí entran la importancia del reciclaje, las energías renovables o la conservación de los recursos naturales.
Nada como un cuento o un juego para la transmisión de esos valores que a través de la infancia sin duda pueden contribuir a la generación de otro estilo de sociedad, de otro tipo de planeta. Esta sí que es una buena manera de hacer presente generando futuro. Pero va más allá, porque con la educación infantil se consigue la llamada educación inversa, esa que la propia infancia traslada a las familias.