Apenas han salido los primeros rayos del alba cuando María José Rama enfila, con su coche, el camino para salir de Gijón. Con ella viajan Carlos y Cristina, sus hijos mellizos de 19 años, y un pensamiento que no la abandona desde hace trece años: “¿Por qué a Juan Carlos? ¿Por qué tuvieron que matarle a él?”. Por delante, casi 400 kilómetros y cuatro horas de viaje. El destino es un talud de granito ubicado a las afueras de Leitza, municipio ubicado en el norte de Navarra; el mismo lugar en el que un comando de ETA acabó con la vida de su marido -“y también con la mía”, apunta la mujer-, en un crimen que todavía queda por resolver.
“Todos los años, siempre que se aproxima el 24 de septiembre, se me va revolviendo algo por dentro”, apunta la viuda. En su casa, todo recuerda al agente asesinado: un cuadro con el retrato de su marido reina en la pared principal del salón; en su cuarto, sigue intacta la urna con las cenizas de las que se despide cada noche. “Volver a Leitza me cuesta una barbaridad”, reconoce María José. Tanto, que en el último homenaje se despidió para siempre del pueblo. “No volveré. Las esperanzas se agotan y las ganas de seguir pidiendo justicia van mermando”, indicó, con lágrimas en los ojos.
Hace tres días, cuando la telefoneó el grupo de vecinos que organiza el homenaje en recuerdo a Beiro, la viuda estaba segura de no querer regresar al lugar que le “abre de nuevo una herida que nunca se ha cerrado”. Pero estos insistieron en que volviese. Ella, dubitativa, les preguntó a Carlos y Cristina, sus hijos. “Claro que vamos, mamá”, le dijeron estos.
Así, María José Rama rompe la promesa de no volver jamás.
Silvestre Zubitur, el único concejal de UPN en un pueblo en el que alrededor del 80% de los habitantes votan a EH Bildu, encabeza la comitiva de vecinos que la recibe sin palabras y con un impetuoso abrazo. Ellos saben que, para María José, va a ser un acto especialmente difícil, todavía más que en años anteriores; porque en esta ocasión tendrá delante a Uxue Barkos, presidenta del Gobierno de Navarra, a quien acusa de “cinismo” por “no llamar al terrorismo por su nombre”.
La viuda y la política se encuentran en la puerta de la iglesia de San Miguel, de Leitza. En ese momento, María José no sabe qué decir. Se conforma con saludar y entrar al templo.
Después, al concluir la ceremonia, María José emprende el camino que más difícil se le hace, el que le conduce hasta el lugar del crimen y donde se celebra el homenaje; hasta aquel talud ubicado en la carretera que conduce a la localidad guipuzcoana de Berastegi, donde, cada 24 de septiembre, los vecinos colocan la placa en recuerdo a Juan Carlos Beiro.
Al ver el lugar, la viuda reproduce mentalmente los últimos pasos de su marido, desde donde estacionó el Patrol de la Benemérita acompañado de cuatro compañeros, hasta el talud donde colgaba una pancarta bomba en la que, en euskera, se podía leer: “Guardia Civil, mátalo aquí”. Ella nunca presenció aquel caminar, pero, a fuerza de imaginarlo año tras año, la imagen se le dibuja sin esfuerzo en la cabeza. Después, el momento en el que los terroristas accionaron el detonador y a ella le “apagaron la vida”. Los otros cuatro agentes, aunque heridos, sobrevivieron al atentado.
Todos esos recuerdos todavía se le arremolinan cuando por fin la invitan a dirigirse al micrófono; en su mano, un par de folios arrugados en los que ha plasmado el discurso que más le ha costado escribir desde que asesinaran a su marido. Lo lee del tirón, sin despegar los ojos del papel. Siente incredulidad cuando pregunta al Ejecutivo foral, representado por Uxue Barkos y la consejera portavoz, Ana Ollo, “cómo es posible que personas que no llaman al terrorismo por su nombre pretendan honrar la memoria de una víctima”. Después, es la tristeza la que toma las riendas de la alocución: “Las personas que deben ser su ejemplo en la vida [en la de sus hijos] son las coherentes con sus valores -reflexiona-. Su padre lo era. Y yo lo seguiré siendo por mis hijos y por él”.
La mujer termina el discurso pidiendo justicia para su familia y para las de las trescientas que han perdido a un ser querido en crímenes de ETA todavía sin resolver. “¡Viva la Guardia Civil!”, concluye, con voz quebrada.
María José Rama agradece en ese momento los abrazos de los vecinos de Leitza, que no consiguen arrancarla de esa soledad que nunca la abandona. “Pensé que si hasta entonces no había muerto nadie de pena, yo iba a ser la primera”, admitiría en una entrevista publicada en el libro Relatos de Plomo. Historia del terrorismo en Navarra.
Todavía con lágrimas en las mejillas, uno de los organizadores se acerca a la placa homenaje con un destornillador y la retira. “Por lo que puedan hacerle por la noche -explica-. Ahora toca guardarla hasta el año que viene”. Mientras tanto, la presidenta del Gobierno foral, Uxue Barkos, camina hacia la viuda y, llevándola a un apartado, le dice: “Que sepas que tengo la conciencia muy tranquila”. “Yo más -responde María José-, te aseguro que duermo muy tranquila todas las noches”. Las dos se despiden con frialdad.
Son las dos y media de la tarde y ese puñado de vecinos que ha organizado el acto se lleva a María José, a Carlos y a Cristina a un txoko para comer. El ambiente es distendido y no faltan bromas y chanzas. Después excusándose, la viuda se despide: “Tenemos que volver a Gijón. Ya sabéis, son 400 kilómetros”. Los demás se lo permiten a cambio de que vuelva el año que viene. “Ya veremos”, responde ella.
Los rayos del sol se esconden cuando la mujer y los hijos de Juan Carlos Beiro entran en Gijón. María José mira a su hija Cristina y en ella ve “los labios carnosos, la barbilla y el pelo negro” del agente asesinado; en su hijo Carlos, “gestos idénticos a su padre”, que no comprende “de dónde han salido, porque era muy pequeño cuando lo mataron”. De nuevo, le vuelven los miedos y se pregunta si la memoria de Juan Carlos caerá en el olvido: “Te destrozan la vida, hay un antes y un después: un antes que escogiste, que lo quisiste, y un después que te impusieron y que no se parece en nada. Ahora sólo pido justicia”.