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A las cinco y media de la mañana del domingo 28 de septiembre de 1975 un ruido despertó a las seis personas que vivían en la embajada española en La Haya. El ático del pequeño edificio blanco estaba ardiendo. Los inquilinos salieron corriendo a la plaza arbolada. Enseguida llegaron los bomberos, que estaban en la calle haciendo rondas por la tormenta de esa noche. Las llamas redujeron a escombros el último piso y dañaron los dos inferiores. Entre los cristales rotos, la policía encontró restos de varios cócteles Molotov.
Unas horas antes, cinco hombres habían sido fusilados en España, tres en unos barracones militares de Hoyo de Manzanares (Madrid), uno junto a la cárcel de Burgos y otro en un bosque al norte de Barcelona. Sus caras aparecían ese sábado en el Haagsche Courant, el periódico de La Haya. El titular, a todo el ancho, decía: “Esta mañana recibieron cinco balas”.
Entre las fotos estaba la de José Luis Sánchez-Bravo, de 22 años. En la imagen tenía barba de varios días, los ojos muy abiertos y el pelo despeinado. Debajo, se podía leer la noticia de la retirada del embajador holandés en España. El Het Binnenhof también dedicaba la portada a los fusilamientos y destacaba en otro título “la oleada de indignación por las ejecuciones en España”.
Esa semana había habido protestas contra la embajada española, incluida una sentada en el parque. Algo similar a lo ocurrido en Lisboa, París, Roma o Bonn. El incendio fue el acto más violento en territorio holandés. El ABC titulaba entonces: “Enloquecida reacción del extremismo izquierdista europeo tras las ejecuciones”.
El edificio de la embajada española y su plaza, en el centro de La Haya, han cambiado poco en estos 40 años. Es un lugar tranquilo donde hay varias representaciones diplomáticas, un par de restaurantes de aire antiguo, una tienda italiana de bocadillos, el Museo Escher y un hotel con adornos dorados del siglo XIX.
En esa embajada que incendiaron aquella madrugada de 1975 trabaja hoy Luisa Ramona Humberta Sánchez-Bravo. Lleva el nombre de su padre, José Luis, y el de otros dos fusilados por Franco, Ramón García Sanz y José Humberto Baena.
Los tres pertenecían al FRAP, un grupo antifranquista que asesinó a dos agentes de seguridad en 1975 y que se disolvió después de las elecciones de 1977. Sánchez-Bravo fue acusado de hacer los informes que permitieron asesinar al teniente de la Guardia Civil Antonio Pose Rodríguez, un agente que vivía en su barrio y reparaba televisores en los ratos libres.
Sánchez-Bravo fue detenido a finales de agosto y ejecutado en septiembre pese a varias peticiones de clemencia, entre ellas la del papa Pablo VI. Fue el último fusilado de Franco. Literalmente. Según el sumario del caso que cita Carlos Fonseca en su libro Mañana cuando me maten, Sánchez-Bravo fue ejecutado el último: a las 10 de la mañana del 27 de septiembre. Cincuenta y cuatro días antes de la muerte del dictador.
Luisa nació en febrero del año siguiente en Saint-Germain-en-Laye, una ciudad-dormitorio a una veintena de kilómetros de París. Habían pasado poco más de cuatro meses desde la ejecución de su padre.
Su madre, Silvia Carretero, había huido a Francia para dar a luz y recuperarse de la muerte de su marido y de las torturas que sufrió en la comandancia de Badajoz cuando estaba embarazada. La detuvieron después del arresto de José Luis cuando intentaba huir a Portugal.
Según cuenta en la denuncia que presentó en Buenos Aires en 2010, le pusieron una soga al cuello mientras tiraban de ella. Le gritaron: “Sabemos que estás embarazada porque tienes los pechos muy grandes, nos importa tres cojones si abortas”. La amenazaron con traer un perro para violarla. La golpearon apretándole las muñecas contra las esposas tan fuerte que las cicatrices perduran 40 años después.
Las declaraciones de Silvia, después de tres días sin dormir, contradecían el testimonio de su marido.
José Luis depositó sus últimas esperanzas en su descendencia. Según una carta reproducida en el libro El año que murió Franco, de Pedro J. Ramírez, escribía desde Carabanchel a su hermana Vicky: “Si por un casual tuviera un hijo me gustaría que llevase mi nombre y que le contaseis algún día que, como leo en una pared grabado, ‘la vida es una gran y larga carrera que hay que ganar’”.
Las últimas palabras de José Luis, como las recuerdan desde entonces sus familiares, fueron para Luisa. Silvia fue trasladada de la cárcel de Yeserías a la de Carabanchel para ver por última vez al condenado. Se acercaba la medianoche y no les dejaron estar juntos en la misma sala. José Luis tocaba el vientre hinchado de Silvia a través de los barrotes y repetía que cuidara bien de su hijo y lo educara en los principios del FRAP.
LA NIÑA DEL LICEO FRANCÉS
Silvia salió de prisión a principios de noviembre, unas semanas antes de que muriera el dictador. Estaba a la espera de un juicio que podía costarle hasta ocho años de cárcel. Pero gracias a unos amigos huyó a Francia y volvió a España después de que se aprobara la ley de amnistía en octubre de 1977.
Con la llegada de la democracia, Silvia dejó las viejas ideas y se puso a trabajar para el Ayuntamiento de Madrid. En 1985, de vuelta a casa, no tenía intención de educar a Luisa en el marxismo-leninismo sino en el Liceo Francés, pero repetía su empeño para que su hija tuviera una buena imagen de su padre.
El libro El año en que murió Franco termina con una frase de Silvia que explica lo que le quería contar a su hija de nueve años: “Mira, Luisa, tu padre no murió en un accidente. A tu padre lo fusiló Franco… Le dieron cuatro tiros porque luchó contra la dictadura. Pero de verdad que era un tío cojonudo. Cuando seas mayor te lo terminaré de explicar. Te lo prometo, mi amor”.
EL SILENCIO DE LUISA
En julio de este año, unos días después de descubrir que Luisa era ahora la secretaria de la embajada de La Haya (un cargo diplomático que supone ser la tercera persona en responsabilidad dentro de la delegación), la llamé por teléfono. Su biografía parecía perfecta para contar la historia de la democracia española. Habían pasado 40 años desde la muerte del dictador y su carrera diplomática plasmaba ese viaje de la lucha contra el Estado a su defensa, del aislamiento español a la apertura holandesa, del marxismo-leninismo a otra cosa.
Mi padre, autor de El año que murió Franco, proponía una presentación teatral. Algo así como: “Hola Luisa. Mi padre escribió sobre tu padre”. Opté por una introducción más tradicional y me identifiqué como periodista. La reacción de Luisa fue chocante. “Me está llamando al trabajo… Voy a colgar… No quiero mezclar. No, no, no”, repitió insistiendo en tratarme de usted y en no escuchar lo que le decía.
Me colgó el teléfono sin dejar que terminara de explicar por qué me gustaría hablar con ella. Nunca contestó a los correos electrónicos que le mandé en verano y en otoño ni a la nota escrita a mano que dejé en la recepción de la legación diplomática a principios de octubre. No me quiso recibir.
En la embajada, la respuesta fue que no estaba o que estaba ocupada. Esta semana la llamé otra vez para avisarla de que este artículo se iba a publicar. Su secretaria se dio por enterada y me dijo que en cualquier caso la funcionaria española no quería que se incluyera su versión.
“Luisa es diplomática y punto. La niña no quiere saber nada de su padre. No le interesa. No te va a hablar”, me dice su madre, Silvia Carretero, poco después de mi primer intento.
Silvia es expeditiva, tiene voz grave y enseguida habla con confianza. Repite que está “acojonada” por una pequeña intervención quirúrgica a la que debe someterse. Está a punto de irse de gira por Asia con su hija menor.
UN VALS CON OTRO NOMBRE
“La niña no sabe nada y no quiere saber nada”, me explica también Victoria Sánchez-Bravo, Vicky, la hermana de José Luis que hoy vive en Murcia y que nunca ha dejado de defender a su familia. Trabaja en educación infantil y se metió en uno de los círculos de Podemos, aunque dice que va poco a las reuniones. Este verano envió a los militantes una invitación para el homenaje a los fusilados. Una integrante del grupo le contestó: “Habría que homenajear a las víctimas, no a los terroristas”. “¡Una de Podemos!”, exclama Vicky, a la que le interesa menos la política que preservar la memoria familiar.
Luisa no ha querido saber nada de la historia de su padre y hace años que dejó de hablar a su madre. Su relación más estrecha fue con su abuela materna, que fue empleada de Telefónica. Quienes la conocen dicen que es a ella a quien menciona en las pocas ocasiones en que habla en público de su familia.
La ruptura con la familia empezó de manera más visible cuando Luisa cumplió 18 años. En febrero de 1994, participó en el baile de debutantes que organizaba la asociación benéfica Vía María en el hotel Palace de Madrid.
Su tía Vicky no quería ir, pero sus hijos insistieron porque les hacía ilusión estar con su prima. La noche antes, Silvia llamó a Vicky: “Tengo un disgusto…”. Luisa se había cambiado el apellido para el baile: se hacía llamar “Louise Sánchez-Gastaut” y así consta en dos crónicas de ABC sobre su debut. “Ella dijo que era para ser discreta. Pero no me lo creo. Era que se avergonzaba de su padre”, cuenta Vicky.
El baile era quizá lo más opuesto que se puede encontrar al marxismo-leninismo: las parejas abonaban 12.000 pesetas de la época, recibían durante varios meses clases de vals, polonesa y pasodoble de un profesor alemán llamado Herbert Lampka y se presentaban en sociedad con un rito en extinción.
Al debut de Luisa asistieron Giovanni de Borbón Dos Sicilias, los condes de Monterrón, los marqueses de Rialp y Fina de Calderón, “marquesa viuda de Mozabamba del Pozo”, según el catálogo apolillado de ABC.
El baile dejó de celebrarse unos años después, como me cuenta ahora María del Carmen Grandal de González de la Rivera, la presidenta de esta asociación benéfica fundada en Bélgica por Alexandra de Habsburgo en 1981: “Dejé de hacerlo porque a los jóvenes de hoy no les interesa”. Ahora la asociación recauda dinero con rondas de bridge, meriendas o campeonatos de golf.
LA DIPLOMACIA DE 1714
Luisa siguió los pasos académicos de su madre: estudió Derecho y Ciencias Políticas. Se le daban bien los idiomas y decidió emprender la carrera diplomática. Pasó por Bruselas y en 2013 consiguió una plaza en la embajada española en La Haya. Varias personas la describen como una mujer trabajadora y muy competente. También coinciden en su discreción.
“Es muy reservada”, dice un compañero diplomático que no sabía quién era el padre de Luisa. “Nunca ha sido políticamente activa en ningún sentido. No sé si es de derechas o de izquierdas. Es la diplomática perfecta”, dice el funcionario, que prefiere no ser identificado por si se molesta la protagonista.
Luisa Sánchez-Bravo representa ahora con ahínco al Estado español. En septiembre de 2014, le tocó hacer un alegato contra el indepentismo catalán. Ocurrió en la tarde en que se presentaba en Amsterdam la novela Victus de Albert Sánchez-Piñol, que refleja los últimos días de la Guerra de Sucesión española y la rendición de Barcelona el 11 de septiembre de 1714.
El acto se celebró en Spui25, un espacio diáfano con sillas negras entre columnas blancas y con un gran ventanal a la calle que comparten una librería cercana y la universidad. Más de 200 personas estaban allí para escuchar a Sánchez-Piñol y a Joep Leerssen, un célebre profesor de Estudios Europeos de la Universidad de Amsterdam. En la sala también había símbolos de la Generalitat, que había subvencionado la traducción del libro al holandés.
El coloquio transcurrió con normalidad, con preguntas en inglés sobre las influencias de la novela o el papel de la mujer. Pero ese clima distendido cambió cuando la diplomática española se puso en pie. Estaba hacia el final de la sala y cerca de la puerta y según los testigos lo que dijo lo llevaba escrito en un papel.
Al levantarse, la hija del fusilado dijo con mucho énfasis: “Soy la secretaria de la embajada española en La Haya”.
“Se presentó con su función, no con su nombre. Me sorprendió que no se identificara. Sólo quería presentarse en plan ‘yo represento a España’”, me explica Adri Boon, el traductor de Victus al holandés.
Luisa empezó una intervención larga en la que aseguraba que el autor había manipulado el material histórico. Los presentes coinciden en que su tono era contundente. El público empezó a quejarse e intentó interrumpirla pidiéndole que hiciera una pregunta, pero ella seguía con sus frases preparadas.
“Se notaba que no había escuchado”, me dice Martí Estruch, que es representante de DiploCat (la división de Exteriores de la Generalitat) y estaba en la presentación. “Nos pasa a menudo. Siempre hay alguien de la embajada para hacer un discurso o presionar para la cancelación de un acto”.
Estruch recuerda a Luisa más enfadada de lo que lo hacen el traductor y el profesor holandeses. “Era elegante, preparada y controlada, directa. Cuando el público reaccionó con irritación y yo pedí silencio, ella terminó de manera ejecutiva, racional”, me cuenta el profesor Leerssen. Sánchez-Piñol contestó que no quería meterse en el debate histórico y le espetó a Luisa: “¿En qué otro país la embajada manda a una espía a la presentación de una novela?”
Luisa se fue rápido sin hablar con nadie. Unas horas después, Sánchez-Piñol recibió la noticia de que su presentación en el Instituto Cervantes de Utrecht del día siguiente había sido cancelada por las presiones de la embajada y del Gobierno español.
Vicky Sánchez-Bravo dice que se enteró “por internet” de que Luisa estaba en La Haya. Se lo dijo a Silvia, con la que sigue en contacto y suele coincidir en los homenajes a los fusilados a los que Luisa no va. “Nunca ha ido a la tumba ni ha mandado flores ni nada”, dice Vicky.
Este año es especial por el aniversario redondo: se cumplen 40 años.
MALDITO BAILE DE MUERTOS
A finales de septiembre un acto recuerda los fusilamientos en el auditorio Marcelino Camacho de Comisiones Obreras, en el centro de Madrid. No es sencillo acceder al recinto. El lugar tiene capacidad para un millar de personas, pero docenas siguen esperando fuera cuando ya ha empezado el acto.
Muchos eran veinteañeros en 1975 y hoy llevan símbolos republicanos. Hay empujones para acercarse a la puerta y muchas quejas: “¡La del pelo morado ha entrado y estaba detrás!”, “cuando entrábamos en la cárcel no nos pedían papelitos”, “han dejado pasar a la vieja. ¡Yo también soy vieja!”.
Poco a poco va entrando una parte de la gente que se ha quedado fuera y los organizadores reconocen estar preocupados por el aforo del lugar, cuyo alquiler ha costado 5.000 euros.
Sobre el escenario y delante de un telón negro, hay cinco sillas vacías sobre las que los oradores van dejando rosas rojas. El actor Carlos Olalla presenta a abogados como Mariano Benítez de Lugo o Carlos Slepoy, que ha llevado a Argentina la querella para esclarecer las circunstancias de los últimos fusilamientos de Franco.
Victoria Sánchez-Bravo sube al escenario con su larga melena rubia y vestida con unos vaqueros y una camiseta negra. Con la voz algo quebrada, empieza: “Mi hermano José Luis…”. Sus lágrimas interrumpen su discurso, que prosigue después de unos aplausos de ánimo: “... no era un terrorista, era un hombre bueno y honesto”.
Vicky recuerda las torturas a su hermano y menciona al inspector Antonio González Pacheco, apodado Billy el Niño y conocido por dirigir los abusos contra los prisioneros. Del auditorio surgen gritos: “¡Asesino, asesino!”.
Esta noche no está Silvia Carretero, que deja una carta para José Luis y los demás fusilados: “Estáis en mi recuerdo, estáis en nuestra memoria y esto nunca nadie lo va a arrebatar”.
En los discursos y en los vídeos, incluido uno en euskera sin subtítulos, hay pinceladas sobre “los muchachos” pero sobre todo denuncias contra el Estado, que no permite acceder a los documentos sobre las torturas con las que se obtuvieron las confesiones ni a los nombres de los voluntarios que se ofrecieron a fusilar a los condenados. También hay lamentos sobre el panorama político actual. “Ésta no es la democracia por la que dieron sus vidas”, dice el actor Olalla.
El discurso de que poco ha cambiado se repite en el escenario. Entre los oradores está Martxelo Otamendi, director del diario Berria y ex director del Egunkaria, que fue cerrado por una orden de la Audiencia Nacional en 2003 por sus supuestos vínculos con ETA. Cuando se proyectan imágenes históricas, entre el público se oyen gritos de “hijos de puta” y otros insultos. Después de un vídeo de Franco hablando inglés, Olalla lo compara con la “relaxing cup of café con leche” de Ana Botella, hasta este año alcaldesa de Madrid.
Hay varias menciones que equiparan al PP con el franquismo. Se menciona la asistencia de varios políticos, la mayoría de Podemos y Ahora Madrid. Hay muy pocos jóvenes en un auditorio mayor y entregado a la nostalgia de la lucha y la canción de los años 70.
Hacia el final, los alegatos políticos empiezan a cansar hasta a los más entregados. “¿Cuándo sale el Aute?”, pregunta una mujer de atuendo colorista que se arrastra apoyada en una muleta. “¡Yo no he venido a ver a Aute!”, replica otra un poco más joven, que sigue concentrada con los discursos. “¿Tú has venido por Suburbano?”, le contesta la fan del cantautor.
Después de tres horas, llega el momento. Luis Eduardo Aute sale al escenario y habla de su canción de los últimos fusilados como un alegato contra la pena de muerte. A capela y con un hilo de voz, canta Al alba. El público corea con ganas y los móviles en alto.
En la oscuridad del auditorio y entre cientos de personas es imposible saber con certeza si Luisa se encuentra hoy aquí. Pero su mundo está sin duda muy lejos de aquellas personas que levantan el puño. Su ausencia es probable y recuerda a la cita de la primera página de Victus, sacada de La historia romana de Tito Livio: “Pugna magna victi sumus”. O lo que es lo mismo: “Hemos perdido una gran batalla”.