La crisis del régimen del 78 es general: el sistema de partidos tradicionales sobre los que se asentaba está quebrado, la organización territorial y la unidad del Estado se cuestiona de forma ilegal desde dentro, y una parte de la Familia Real se sienta en el banquillo por corrupción. Además, el Zeitgeist, aquel espíritu de la época que alumbró la Constitución sobre la base de la monarquía parlamentaria, el consenso socialdemócrata, y las autonomías asimétricas para satisfacer a los independentistas, ha llegado a su fin. El domingo 10 de enero hemos asistido a uno de esos episodios que formarán parte de la Historia, como colofón a uno de aquellos errores.
Y lo dramático es que ya es tarde. La quiebra de la democracia en Cataluña es completa porque la libertad política ha ido desapareciendo bajo el yugo del nacionalismo obligatorio. El Estado de las Autonomías, pilar del régimen del 78, no ha conferido en este caso más libertad al ciudadano, sino que ha sido un instrumento para reducir su ámbito de decisión personal. El motivo es que los nacionalistas se vieron conferidos en la Transición de un poder y de una autoridad moral para crear el "hombre nuevo"; aquel viejo sueño de los totalitarios.
Los nacionalistas usaron la administración y el presupuesto público para hacer ingeniería social
Los nacionalistas usaron la administración y el presupuesto público para la ingeniería social: fundir en un solo cuerpo el Estado -el suyo, el autonómico- y la sociedad -la comunidad nacional imaginada-. Y penetraron en las conciencias a través de la educación, desde la escuela a la Universidad, adoctrinando para asegurar que la libertad se ceñía a elegir si ser más o menos nacionalista. Y lo completaron con los medios de comunicación para que solo hubiera una voz, equiparando a la opinión pública -la gran ausente- con la publicada. Ataron al ciudadano a la administración haciéndole dependiente de la subvención, creando un nuevo tipo de clientelismo; un clientelismo más esclavo que el del XIX, porque hoy las posibilidades de un mundo globalizado y el nivel educativo son superiores.
Esos nacionalistas, con la rendición preventiva de los partidos tradicionales, que asimilaron como justas las reivindicaciones de los independentistas, incorporando su lenguaje, inocularon en la sociedad una mentalidad tan nihilista como utópica, tan destructora de la naturaleza humana, de su libertad, como soñadora de falsas comunidades uniformes y felices.
Mientras, al otro lado, se seguía creyendo que el nacionalismo xenófobo y antiliberal se apaga con dinero y concesiones para un mayor autogobierno. Pero no es así. Ese sentimiento nacional es el resultado del romanticismo reaccionario, comunitarista, autoritario y violento que surgió a finales del siglo XIX y principios del XX. Es un pensamiento sentimental que no atiende a la razón; ni siquiera al sentido común. Da igual explicar con cuentas que la independencia de Cataluña convertiría a esa región, no en Narnia, sino en la Albania del Mediterráneo.
El populismo nacionalista recoge lo peor de la ola totalitaria que asoló Europa el siglo pasado
Es inútil explicar que el populismo nacionalista es la negación de la libertad política, de la democracia, de la representación, y que recoge lo peor de la ola autoritaria y totalitaria que asoló Europa en la primera mitad del Novecientos. Tan improductivo como señalar que este nacionalismo anula la naturaleza humana, el sujeto, su individualidad, y lo incluye gregariamente en un colectivo, para quedar clasificado como un objeto al servicio de la comunidad imaginada, esa que es necesario reconstruir, en una especie de imperativo histórico, en la unidad de destino en lo universal.
El Estado de las Autonomías solo podía concluir con la exigencia de la independencia de las "nacionalidades". Y no la piden para librarse de un poder que objetiva e internacionalmente es reconocido como opresor, tiránico, que anula la libertad del individuo, o que soslaya la soberanía popular. No. Ese nacionalismo obligatorio es la gran excusa de la clase política catalana para legitimar la construcción de un Estado a su servicio, que les asegure no abandonar jamás el poder. Es la vuelta de tuerca de la oligarquía de hierro. Tomadas las conciencias y anulada la libertad política, solo queda la conformación institucional del régimen que concluirá la tarea de construcción del "hombre nuevo", el patriota.
Si bien el cansancio empuja al abandono, no es posible olvidar a la sociedad silenciosa ni a la que da la cara por la libertad de todos, a esos que no se resignan a que su tierra se convierta en un experimento de ingenieros sociales, que insisten en imponer una única forma privada y pública de ser, pensar, sentir o expresarse. Solo por ellos merece la pena continuar.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.
*** Ilustración: Ana Yael.