Donde muere la calle Huertas, justo antes de llegar al Paseo del Prado, un árbol huye de la monotonía y se desmarca del resto. Sus ramas sin hojas -pero adornadas con objetos colgantes- lo hechizan y elevan por encima de sus iguales que, formando hilera, recorren la avenida de un lado a otro.
A la sombra del árbol, en el porche de un local inutilizado de paredes opacas, alguien ha improvisado una casa. Ha convertido el escalón frío y gris en una cama colocando varios sacos de dormir y tres almohadas encima. Ha distribuido sus pertenencias a la cabeza y los pies del catre. Una papelera, una escoba y la pared decorada con dibujos pincelados dan color a uno de los dormitorios sin techo más llamativos de Madrid. Quien allí duerme todavía no lo sabe, pero un alquiler fortuito llenará de vida el local, romperá el encantamiento del árbol y volverá a convertirle en un nómada en apenas veinticuatro horas.
Rober, el último en llegar
Son las once de la mañana. Hace frío. Acaba de parar de llover y todavía hay gotas que mojan la acera. Rober almuerza sentado en la cama del porche, a la sombra del árbol. Ha puesto un plástico sobre sus sacos de dormir porque aunque allí está a cubierto, “a veces salpica”.
Un gorro le cubre la cabeza. Lleva vaqueros y un abrigo azul. El Ayuntamiento ha activado la alerta por ola de frío y ofrece techos de forma extraordinaria. “Hace frío, pero por las noches no lo paso mal en ese aspecto. Duermo encima de un saco, metido dentro de otro, y con un tercero que me cubre a modo de manta. Uno de ellos es muy bueno, de monte, me lo regalaron”, cuenta Rober.
Mirando las ramas, relata la historia de un árbol ante el que los turistas se paran y descargan sus flashes. “Aquí siempre duerme alguien. Es un sitio cotizado. La gente se queda mirando al árbol y, al final, es más fácil que caiga algo”. Aunque una caja de cartón reza “La voluntad, gracias”, Rober asegura que nunca pide, simplemente agradece a quien suelta unas monedas de forma espontánea: “Los vecinos están contentos. Los que estamos aquí no molestamos. No abordamos al que baja por la calle”.
Así empezó el hechizo
Rober llegó cuando Carlos le cedió el sitio: “Éramos amigos. Él estuvo aquí mucho tiempo y fue quien hizo todo esto, quien colgó de las ramas todas estas cosas y escribió los poemas que están puestos en el árbol”. Fijados al tronco, hay algunos versos escritos sobre cartón duro. Dicen así:
“La soledad es la prueba de la humildad o de la excelsitud de los espíritus. ¿Por qué generalmente se huye de la soledad? Porque hay pocos que se encuentran en buena compañía consigo mismos”.
“Un día de pronto nos arrastran a la fuerza hacia un lugar incierto. Un día de pronto nos denuncian impúdicamente. Un día de pronto, el duro frío del oscuro catre. Un día de pronto somos apenas un ser vivo. ¿Gusano o gente?”
Cuando Rober señala los poemas estirando el brazo, un amigo suyo, también en la calle, se ha acercado a compartir el almuerzo. Lleva una cerveza en la mano y la balancea acompañando sus palabras: “Que no te sorprenda. En la cárcel se lee mucho. Y también se escribe. Si un periodista juntara las cuartillas de los reclusos, se encontraría algo que ni Pablo Neruda”.
Los objetos colgantes
“En la calle y en la cárcel se aprende mucho. Si escribiéramos un libro con todo lo que sabemos, apenas quedarían empresas abiertas”, comenta otro de ellos. ¿Y lo que cuelga de las ramas? “También es obra de Carlos”, responden. “Todo lo que puedes ver lo encontró en la calle”.
El resto de árboles son de hoja perenne y todavía enseñan sus hojas. Éste no conserva ni una, pero es el más colorido de todos. Quizá los objetos que lo decoran sean un encantamiento para dar vida a quien apenas le quedaba. O quizá al revés; aquello que cuelga ha terminado por dejar sin fuerzas a las ramas.
Hay peluches y juguetes que cantan a una infancia perdida. En una de las ramas más separadas del tronco, luce una estrella que ya ha perdido la mitad de su brillo. Cuelga hacia fuera, como si señalara un camino. También hay un bombo de lotería con muchas bolas dentro, metáfora perfecta de la vida en la calle descrita por el poema colgado justo debajo: “Un día de pronto, el duro frío del oscuro catre...”
Desahucio, pelea y cárcel
Un día de pronto, Rober se encontró durmiendo dentro del saco, arropado por el invierno y asustado por el ruido de los bares de la calle Huertas. “Soy soldador. Hace no tanto, por ir a Perú y programar una máquina me dieron 3.500 euros. Recorrí el mundo trabajando. Justo antes de que empezara la guerra en Libia me ofrecieron un puesto allí cobrando 6.000 euros al mes y con pensión completa. Fíjate, menos mal que no acepté”.
“Iba pagando poco a poco mi hipoteca. Tuve un accidente de moto y me pagaron una indemnización muy gorda. La utilicé para pagar gran parte de la casa. Pero me quedé en el paro, no pude seguir pagando y me desahuciaron”, relata Rober.
“Luego tuve mala suerte. Me metí en una pelea. Cuando vinieron a por mí, pegué un puñetazo, pero le dí mal y le rompí un hueso en la cara. Me condenaron a ocho meses de cárcel y a una multa que no podía pagar. Por eso, mi pena fue de año y medio”. Y hasta hoy. Él en realidad no es Rober, pero ha querido elegir ese nombre porque siempre le ha gustado. Su familia no sabe que duerme en la calle y, por eso, pide utilizar un pseudónimo y no aparecer en las fotos. Lleva sin techo cinco meses, pero espera encontrar uno pronto: “Acabo de conseguir arreglar los papeles. El mes que viene empiezo a cobrar el paro y alquilaré una habitación con mi chica”.
“Espero que no me sea difícil salir de la calle. Una vez que tenga el dinero, dejo esto. Así, de un día para otro. Pero hay mucha gente que está en esto que tiene adicciones muy serias. Cuando consiguen dinero, se lo gastan en eso. Es la pescadilla que se muerde la cola”, lamenta Rober.
Un día en la calle
El ruido de ciudad despierta a Rober todos los días entre las siete y las ocho de la mañana. Los policías le saludan antes de entrar en la comisaría, que está justo al lado del porche en el que duerme. “A veces incluso me traen desayuno. Son encantadores”.
Después, se da una vuelta para despejarse y se asea en unos baños públicos cercanos. A la hora de comer, vuelve al porche y allí suele encontrarse con algo de comida que le han dejado los vecinos. “Comer no suele ser un problema. La gente en este barrio es muy agradable. Me bajan café, bocadillos… En los bares, si pido, también suelen darme lo que les sobra”. Pero a Rober no le gusta pedir. “Me da vergüenza. Sólo entro en las tiendas o en los bares para cargar el teléfono. Pero es que imagínate… Pedir comida”.
Hoy, un vecino le ha regalado algo de joyería. Las piezas están envueltas en plástico y conservan su etiqueta. Los precios oscilan entre los cincuenta y los cien euros. “Voy a regalar una pulsera a la dueña de la tienda donde cargo el teléfono. Se ha portado muy bien conmigo. El resto lo pondré aquí -dice señalando a la acera-, a ver si consigo vender algo”.
“Así es un día en la calle. Ya lo ves. Suelo estar por aquí. Se van acercando los compañeros y nos pasamos las horas charlando. A última hora, entro a un bar con un tarro de café que me baja una vecina y pido que me lo calienten. Me suelen ofrecer un licor o un aguardiente para el frío, pero yo no bebo”, dice Rober. “Lucho para que todos los días no sean iguales, pero es difícil. El verano pasa más rápido que el invierno. La lluvia lo hace todo más difícil”.
El último día bajo el árbol encantado
Esta mañana, justo antes del almuerzo, el dueño del local ha apartado los sacos de Rober para abrir la puerta y enseñarlo a un interesado. Parece que han llegado a un acuerdo. La noche del día siguiente Rober ya no está. Tampoco sus sacos, ni las joyas, el plástico, la papelera o la escoba. No hay ni rastro.
El supuesto contrato de alquiler también ha arrasado las ramas del árbol. El legado de Carlos ha desparecido. Las ramas están limpias y los poemas ya no visten el tronco. El hechizo se ha esfumado y el árbol mágico de Huertas, tras haber sido todo -reclamo de turistas- y nada -un fantasma a los ojos de los habituales-, es tan sólo una foto en el recuerdo.