Coge un recorte de periódico y sobre él coloca un pellizco de tabaco. Lo lía, le prende fuego y le da una calada. “Hace frío”, afirma, con la cara llena de surcos y los ojos cansados. Son las diez de la mañana y Mustafá, de 53 años, todavía no ha abandonado el chamizo en el que pasa las noches. Se trata de un colchón y dos tablas apoyadas contra un muro que hacen las veces de tejado. Vuelve a llevarse el cigarrillo improvisado a la boca y, con la otra mano, agita un par de cartones de vino: vacíos. Su existencia se sostiene entre el medio centenar de personas de etnia gitana que viven en el asentamiento. Basta con levantar la cabeza para ver las cuatro torres de Plaza de Castilla, en el corazón financiero de Madrid.
“Llevo aquí tres años”, cuenta Mustafá Amet. Se expresa con dificultades en castellano y, entre gestos y palabras sin hilar, explica que dejó a su mujer y sus dos hijos en Rumanía. “Allí, nada -apunta-. No hay trabajo, nadie da dinero”. ¿Y aquí? “Nada”, insiste, mientras sacude unas monedas en su mano. Son las que consiguió en la jornada anterior pidiendo limosna en un semáforo. Su presupuesto diario se destina a comida y pilas para un pequeño transistor que le hace compañía. Y en alcohol. “Mucho frío”, justifica, alargando la “u”.
Según los datos que maneja el Instituto Nacional de Estadística, en España residen cerca de 900.000 personas procedentes de Rumanía. Pero entre las estadísticas se escapan historias como las de Mustafá, que no cuenta con más papeles que el carné de identidad de su país de procedencia. Esta semana, los medios de comunicación se hicieron eco de la humillación a la que un grupo de gitanas rumanas fue sometido por parte hinchas del PSV Eindhoven.
Mustafá habla con una sonrisa quebrada, el gesto de alguien a quien poco le queda que perder. Su única esperanza pasa por volver a Rumanía. “Allí me entienden al hablar. Español, poco”, afirma. Pero la cantidad que cuesta el billete para volver a su tierra le es inalcanzable. Se pone de cuclillas, estira su dedo y dibuja sobre la tierra: “80”. Un precio desorbitado para su bolsillo, lleno de remiendos.
- ¿Qué tal se lleva con los otros?
- Problema, 'mucho' problema.
Mustafá reconoce que la convivencia con el resto de sus compañeros no es fácil. Cuando cae la noche, los vecinos del asentamiento se reúnen alrededor de fogatas, sacan las ganancias que han obtenido a lo largo del día y se reparten los beneficios. La convivencia entre ellos suele ser pacífica, hasta que surge algún desacuerdo económico. Entonces se desatan las discusiones, que pueden derivar en algunos enfrentamientos.
Las mafias en los asentamientos
Pero esta vida en comunidad, aunque a veces sea tensa, es la única manera que encuentran muchos de sus miembros para salir adelante. En cierta medida, son una familia. Mientras unos sueñan con un futuro mejor, la mayoría piensa en qué se llevará a la boca a la mañana siguiente.
“Sí, hay jefes en el grupo”, reconoce uno de los rumanos que viven en el asentamiento, que prefiere no dar su nombre. A ellos les rinden cuentas, sobre todo económicas. Funcionan de forma similar a las mafias, aunque en menor escala. Los problemas que puedan surgir entre la comunidad, comenta el hombre, se resuelven en discusiones nocturnas. Esta justicia improvisada puede dictar sentencias que van desde la absolución hasta improvisadas peleas, pasando por la expulsión del asentamiento.
Las discusiones violentas, no obstante, son puntuales. A escasos metros se encuentra una oficina de Policía Municipal de Madrid, que presta servicio al distrito de Tetuán. El asentamiento linda, además, con la escuela infantil La Brisa y con el colegio público Felipe II. Un padre recoge a sus hijos de uno de los centros educativos y mira hacia el asentamiento. “Nunca nos han dicho nada -afirma-. No es agradable por los críos, que hacen preguntas. Además, nunca sabes lo que puede pasar. Pero cuando llego por la mañana, los rumanos ya se han marchado hace tiempo; por la tarde, todavía no han puesto la mayoría de las tiendas [de campaña]”.
Problemas de insalubridad
El asentamiento se levanta con la misma facilidad con la que se desmonta. Los informes del SAMUR Social apuntan a la “volatilidad” de los mismos, lo que dificulta un registro de los que se encuentran en Madrid. El faro de Moncloa o las inmediaciones del parque Tierno de Galván son algunos de los lugares en los que tradicionalmente se han asentado con mayor facilidad las comunidades rumanas.
Cuando los miembros del SAMUR detectan un asentamiento, activan un protocolo que pasa por controlar que ningún menor forme parte de la comunidad. Además, se les ofrece la posibilidad de dormir en centros especiales; una propuesta que los rumanos suelen rechazar por las reticencias que mantienen hacia los organismos públicos.
Pero lo que los vecinos de la zona lamentan no es la presencia del asentamiento, sino las condiciones de salubridad derivadas del mismo. “Aquí huele a pis y a todo”, advierte un hombre que, ya de noche, pasea a su perro. En el lugar hay varias fogatas, próximas a los chamizos de tela y madero. “Cualquier día hay un incendio y pasa algo gordo”, apunta el hombre. Un matrimonio que camina por las inmediaciones señala a una papelera rebosante de basura: “Está todo hecho un asco -lamentan-. Entiendo que lo estén pasando mal, pero seguro que hay solución para que no estén en estas condiciones”.
“¿Solución”, se pregunta Mustafá Amet, regresando al chamizo en que lleva tres años viviendo. Se quita los zapatos y el gorro, mira a su alrededor y hace un gesto afligido. “O morir en Rumanía o morir aquí”.