Es el segundo verano en Barcelona de Raya Salek Kauri, una niña saharaui de 11 años, educada, respetuosa, de sonrisa cautivadora, piel tostada y larga melena. Tremendamente despierta e intuitiva, ya domina las nuevas tecnologías en poco tiempo. También ha aprendido a nadar y a deslizarse por la plaza Virreina sobre sus “patinetes de zapato [llama así a los patines]”. Le encantan las películas de miedo y de aventuras, y devora con pasión la fruta. Para Eva Corredoira, una abogada de 48 años del barrio barcelonés de Gracia, que se autodefine como activista, es el sexto verano que acoge a niños del Sáhara, en el marco del proyecto ‘Vacaciones en Paz’, que se desarrolla en España desde mediados de los 80 a través de las diferentes asociaciones amigas del pueblo saharaui. Para concertar la cita y definir las coordenadas, Eva me indicó por teléfono: “No tiene pérdida, es el piso que tiene colgada una bandera del Sáhara en el balcón”.
Eva recuerda cómo fue el punto de partida de esta experiencia: “Me decidí a acoger un verano en que, desde el Facebook de la Asociación, pedían socorro porque necesitaban una familia más. Hablé con mi hermana, y ya que teníamos la idea incubada desde hacía tiempo gracias a un amigo, nos decidimos”. Y confiesa: “Nos entraron las dudas después de aceptar. Pensábamos: 'no nos vamos a entender, nos vamos a arrepentir', pero luego la experiencia fue tan alucinante que decidimos que esto tenía que formar parte de nuestras vidas mientras pudiéramos”.
Raya repite convivencia feliz con Eva, a la que llama ‘mami’, según confiesa su tía catalana, Montse Corredoira, que también vive en la casa junto a su hijo Pau de 12 años y a la madre de ambas, enferma de Alzhéimer. Antes que Raya, hace 6 años, llegó Said: “Un hombretón de 14 años, de más de 1’80, que el primer día no había manera de que se fuera a dormir, pese a estar reventado del casal y de sus actividades”, evoca Eva como si fuera un recuerdo todavía fresco. “Se puso a llorar. Le daba miedo irse solo a la cama porque en el Sáhara duermen 12 familiares juntos. Al final, fue Pau quien durmió con él”.
Tras Said, que sólo pudo venir un año –ahora sólo viajan los niños de edades comprendidas entre 10 y 14–, aterrizó Kauri, el hermano de Raya, al que tuvieron 5 años seguidos. “A partir del tercer verano que vino, decidimos visitar a su familia. Son muy acogedores, no tienen casi nada y te lo dan todo. Allí el concepto que tienen de familia es muy bonito y amplio”, explica Eva. “Las casas están abiertas, y todos viven cerca. Estábamos cenando y de pronto aparecían 4 personas más para compartir plato. Me quedó la sensación de que aquí algunos de estos valores se han perdido un poco”, reflexiona Eva.
LA FAMILIA COMO PILAR
“El día que fuimos a visitarlos organizaron una gran celebración. Para ellos era un bonito momento de reunión, ya que venía su familia de Barcelona”, comenta una Eva todavía sorprendida y llena por las muestras de cariño y hospitalidad recibidas, y tira de anécdota para representar debidamente el valor que le otorgan a la familia: “En plena cena, pregunté abiertamente si ya sabían el nombre de la criatura que venía en camino. Rápidamente los padres me mandaron callar y, cuando los niños se fueron a dormir, me contaron que no anunciaban que iban a tener un bebé y su nombre hasta una semana después de su nacimiento”. Y fiesta familiar mediante, se toma la decisión: “Una vez le ven la cara, hacen tandas para elegir el nombre e incluso lo someten a segundas votaciones”. Y añade: “Hay trifulcas divertidas porque a veces el hijo se acaba llamando de una determinada manera porque toda la familia quería salvo los padres”. Ya con los apellidos se sigue otra regla: el primero es el nombre del padre y el segundo el del abuelo.
Experiencias como estas sirven para ejemplificar la dimensión del concepto familia para los saharauis. Y en el caso de Raya, esta sensibilidad también se traduce en un aprecio y respeto hacia las personas mayores. “Se levanta, le dice buenos días a mi madre y le da un beso. Para comer, le pregunta: ‘¿La abuela qué va a comer hoy?’”, cuenta con emoción Eva. Y apostilla su hermana Montse: “Es un amor. Raya hizo el año pasado un dibujo de un árbol cuya copa albergaba los nombres de toda su familia, incluidas nosotras, mi hijo y mi madre, a la que llama ‘Boli’.
Pese a la precaria situación que viven en el Sáhara, Raya o Kauri pueden sentirse privilegiados por el hecho de contar con dos familias, la biológica y la acogedora. Respalda esta tesis otra niña que también pasó por el proyecto ‘Vacaciones en Paz’. Su nombres es Nayat Brahim, una saharaui de 21 años que consiguió afincarse en el Prat de Llobregat gracias a un programa de estudios.
“Son una segunda familia, unos segundos padres. De hecho, cuando hablo con mis amigas, hablo de mi madre y me estoy refiriendo a la de aquí. Soy una afortunada por tener una doble familia y ellos te hacen sentir como una hija más”, confiesa con dulzura Nayat. Ahora cuenta con un permiso de residencia de 5 años y está a la espera de saber si podrá entrar en la universidad para cursar enfermería.
“No olvido que tengo una familia allí y todo un país. Mi idea es desarrollar un proyecto sanitario para ayudarles y transmitir los conocimientos que estoy adquiriendo”, sueña Nayat en voz alta. “En el Sáhara no hay médicos para operar de forma permanente. Vienen unos grupos pero luego se van, y me gustaría crear una proyecto para que los habitantes no dependan tanto de cuándo podrán venir”. Una profesión con la que también sueña Raya.
CONTANDO LOS DÍAS
Pese a que los niños llegan excitados ante la posibilidad de pasar el verano en España, tras un tiempo aquí no pueden evitar contar los días hasta su regreso. “Algunos amigos me preguntan si me entristece, pero es normal que añoren su tierra. Aquí tendrán muchas cosas pero allí tienen su familia, su vida, su entorno”, asume Eva. “De hecho, Raya me cuenta que se pasan 10 meses hablando de su experiencia aquí y de cuándo vendrán, y 2 meses queriendo volver”. Los niños saharauis aterrizan a finales de junio y se marchan la última semana de agosto. El mes de julio se lo pasan entero, de 9:00 a 17:00, en el casal mientras sus padres de acogida trabajan, y ya durante el agosto, disfrutan juntos de las vacaciones.
Lo que más le gusta a Raya es la piscina, el mar no tanto “por la arena y la sal”, y llega hasta tal punto su fascinación por el agua, tremendamente escasa en el Sáhara, que a la que se despista Eva, da rienda suelta a su esencia. “Hacía muchísimo calor. Estábamos tomando algo en una terraza, esperando a que su hermano saliera del CosmoCaixa, y de repente vi a Raya bajo unas fuentes, espachurrada y en braguitas, como si fuera lo más normal del mundo. Todavía me río. Es fantástica”.
A veces es tal la añoranza que, mientras pasean, Raya coge un puñado de tierra del alcorque de los árboles, y la desmenuza, la aprieta y la siente entre sus manos durante todo el trayecto. “Le recuerda a su hogar: pedregoso y árido”, cuenta Montse. Una llamada de la tierra que se mitiga gracias a la proliferación y evolución de las nuevas tecnologías. Según explica Eva, “este año les han puesto wifi en el campamento y se han instaurado los móviles y el WhatsApp. Nos pasamos vídeos, fotos y notas de voz con Kauri y sus padres. Ahora es súper cercano todo”.
De este modo, Eva y Montse también pueden ver al instante si han llegado las cajas de comida que les envían regularmente. La empresa gaditana que contratan y que hace ese recorrido cada cierto tiempo les manda una foto con Raya conforme han llegado las provisiones. La ayuda internacional, no solo de particulares, constituye la principal fuente de subsistencia de los saharauis, pese a que poco a poco agudizan nuevas formas de comerciar y ganarse la vida.
Un avance tecnológico que no pudo vivir de la misma forma Nayat en su infancia: “Nos enviábamos cartas y algún día conseguíamos hablar por teléfono, pero era lo único. Tenía ‘mamitis’, la echaba de menos, era la más pequeña de la familia y al principio no quería venir. Luego ya valoras la oportunidad e intentas sacar el máximo rendimiento”.
Aparte de la tierra y su familia, Raya recuerda el olor y el sabor del pan que su madre le cocina por las mañanas, “el más rico del mundo”, y los momentos de diversión lanzándose sin red por las dunas del desierto y embadurnándose hasta arriba de arena. Eva asegura que, pese a todo, los niños “respiran felicidad” y se pasan el día jugando con total libertad.
UN CONFLICTO ENCALLADO EN EL TIEMPO
El año pasado se cumplieron 40 años de la invasión de las tropas marroquíes y mauritanas del Sáhara Occidental, una antigua colonia española, en una operación conocida como la Marcha Verde. Tras un conflicto armado que duró 16 años, se llegó al alto al fuego, cristalizado en unos Acuerdos de Paz del Consejo de Seguridad de la ONU. En la resolución, se estableció una misión llamada MINURSO (Misión de Naciones Unidas para el Referéndum en el Sáhara Occidental), cuyo despliegue aún se espera. “El conflicto lleva 25 años estancado. A pesar de las casi 100 resoluciones de la ONU y de la sentencia del Tribunal Internacional de La Haya, Marruecos sigue rechazando la celebración de un referéndum de autodeterminación de la población”, sentencia Mah Yahduh, delegado adjunto del Sáhara en Cataluña.
La única novedad de esta situación, confinada en el tiempo, es el acentuamiento de las malas relaciones entre Marruecos y la ONU, a raíz de la visita en marzo del secretario general, Ban Ki-Moon, a los campamentos de refugiados. Pocas semanas después, el país norteafricano expulsó del Sáhara a 73 empleados civiles de la misión MINURSO.
“Marruecos tiene las relaciones prácticamente interrumpidas con la ONU, pero también con la Unión Europea por el incumplimiento de los acuerdos agrícolas y pesqueros y con la Unión Africana”, radiografía Yahduh. Mientras tanto, Marruecos sigue pertrechada en la firme convicción de que las “provincias del sur” –así denomina a los territorios del Sáhara–, les pertenecen. Según explica Eva, “incluso desde las guarderías de los campamentos no dejan que esta situación se olvide. En las paredes, cuelgan fotografías de los mártires que han luchado por la causa y no pueden permitir que las nuevas generaciones pierdan de vista su objetivo, que es recuperar el Sáhara”.
Mientras la temporalidad se torna indefinición tras 40 años de conflicto sin resolver, las familias españolas siguen forjando un vínculo casi umbilical con los niños saharauis y sus entornos a partir de unas vacaciones diferentes donde el denominador común sigue siendo la sonrisa. Pero no solo es eso, aquí también reciben atención sanitaria, pasan revisiones médicas, y van al oculista y al dentista si es necesario. Una forma de solidaridad y de cariño que se vertebra gracias al compromiso de miles de familias en toda España que deciden fragmentar su tiempo en aras de multiplicar la felicidad de unos niños que pueden así conocer otra realidad, más cómoda, abundante y esquiva la mayor parte del tiempo.