Un paseo por el Madrid de la Guerra Civil: cuatro lugares olvidados por la historia
EL ESPAÑOL recorre el Madrid de la Guerra Civil con los ojos del siglo XXI. Ochenta años después, aún quedan lugares guardados en los cajones del tiempo
18 julio, 2016 02:40Noticias relacionadas
Ochenta años de aquel julio de 1936, de la barbarie y la muerte. Ochenta años de aquel Madrid en guerra, que enseñó al mundo que la metralla y las trincheras también podían asolar las calles de una ciudad. La primera guerra urbana. En el suelo que pisamos todavía hay balas, huesos, chapas, platos y cubiertos. Desde los sótanos de algunos edificios que visitamos con la rutina sobre los hombros se dirigían los frentes. En los alrededores de la universidad más grande de la capital se ocultan las huellas de los brigadistas internacionales que pararon las tropas de Franco.
Este recorrido es una mirada cotidiana a la trastienda de lo fratricida, una excursión habitual y extraordinaria al mismo tiempo. Un paseo por las calles de un Madrid nuevo que conserva la tragedia a flor de piel.
La última trinchera al descubierto
El todoterreno de Alfredo González-Ruibal recorre España en busca de las huellas de la Guerra Civil. La intensidad de su trabajo marca el vehículo: una coca-cola y un café ya frío se alojan en los posavasos. En Aravaca, cerca del Cerro del Águila, el 4x4 abandona la carretera y recorre un sendero de piedras hasta llegar a la excavación que este investigador del CSIC ha puesto en marcha hace apenas una semana. “Acabamos de empezar. Va a ser muy interesante. La trinchera se conserva a la perfección”, dice mientras se baja del coche y se calza una boina que le protege de un engorroso sol de hora de comer.
“Aquí se combatió en noviembre de 1936. Un regimiento de brigadistas internacionales llegados de Alemania mantuvieron a raya a los nacionales durante una semana, lo que permitió retrasar el asalto a la Casa de Campo y organizar la defensa de Madrid”, resume. ¿Alemanes? “Sí, por aquel entonces Hitler ya dominaba el país y muchos alemanes vieron en la guerra de España una forma de luchar contra él”.
La trinchera es una realidad, una imagen que ni siquiera hay que imaginar. La hondonada recorre el terreno en horizontal. “El bando nacional venía de allí enfrente -dice con el dedo apuntando al lado contrario a la Casa de Campo-. Se aprovechaban del terreno, los franquistas tenían que bajar para cruzar el río y luego volver a subir hacia aquí. Esta posición era buena para abatirlos desde la trinchera”.
“Llevamos poco tiempo cavando, pero ya hemos encontrado varios casquillos de bala e incluso el plato de un legionario, que parece doblado de forma intencionada. La munición fue fabricada en Inglaterra, pero llegó de la URSS”, relata alzando los hallazgos. A unos metros, el caramelo de González-Ruibal. “Una casa de vacas que se utilizó en aquella batalla como centro de mando y que tenemos que destapar. Debajo podemos encontrar cosas muy interesantes. El suelo original se encuentra a unos cincuenta centímetros porque ahora está sepultada por los restos del bombardeo masivo que acabó con la defensa de los brigadistas”.
El investigador del CSIC nos emplaza a Ciudad Universitaria, donde la excavación es más antigua y el campo de batalla puede observarse todavía con más nitidez.
El frente olvidado que se oculta entre los libros
Un hueco en la tierra serpentea entre los pinos de la Facultad de Psicología de la UNED. Es un socavón antiguo, hasta hace poco oculto, que se abre paso a la sombra por el terreno pajizo del campus. Es una hondonada de barro marrón, de dos metros de alto por uno de ancho, situado en la tercera línea del frente, a dos kilómetros del puente de los franceses, donde tenía lugar la batalla. Sólo se oyen los grajos cantando. Por lo demás, silencio.
Ya no suenan las bombas. Han pasado ochenta años desde los primeros combates en la ciudad universitaria, el primer bastión republicano en Madrid, y unos jóvenes desentierran, quizás como sus abuelos, los caminos hundidos de Madrid, propios de las guerras europeas de principios de siglo. Los dirige Pedro Rodríguez, investigador arqueológico del CSIC. Es la primera vez que se exploran las entrañas de este lugar, uno de los más importantes y emblemáticos de la guerra en la capital.
La zona, excepto por los pinos, es un erial totalmente virgen. No hay más que deambular por entre los troncos. A simple vista, se advierten los restos de la batalla, como si hubiera ocurrido, digamos, el martes de carnaval, y no hace ochenta años. Las balas y la metralla surgen por doquier. “El día que llegamos y peinamos la zona encontramos sin mucho esfuerzo cerca de 200 casquillos de munición”, asegura. Son los restos de una batalla encarnizada, que se alargó durante meses y que hoy surgen por donde pasa la mirada. Ahí, en medio de la nada, los combatientes resistían las temperaturas, las lluvias, el hedor de los cadáveres, de la tierra seca en verano y la húmeda en invierno.
Uno y otro bando arrojaban sus proyectiles sobre la Ciudad Universitaria. Unos, para defenderla; otros, para conquistarla. La primera línea republicana cayó en la casa de Campo, a principios de noviembre del 36. Tocaba replegarse hasta los edificios de los estudiantes. Ahí, las tropas resistieron a los nacionales. A los pies de los universitarios, los republicanos se refugian en los kilómetros de trincheras que ellos mismos han cavado para la defensa.
Después de la guerra, la zona quedó completamente abandonada. Los agujeros de las bombas erradicaron cualquier atisbo de vida y nadie más volvió a pasar por allí. En los sesenta aquello cambió. “Se convirtió en la residencia de mendigos y de chaperos que se instalaron en un lugar repleto de vestigios históricos”, explica Rodríguez. Hoy es un páramo seco y olvidado, de residuos orgánicos, arbustos y pinos de repoblación colocados en los cincuenta. Nadie se ha preocupado aquí de desenterrar los restos del pasado.
En cuanto termine sus investigaciones, Pedro y los suyos tendrán que ocultarlo todo de nuevo. Desde las instituciones no se proporcionan fondos para investigar el lugar. Por ello, dentro de unas semanas los restos de aquella batalla volverán a ser tapados con la tierra que los cubre desde hace décadas: los recuerdos seguirán perdidos en el tiempo. Todo seguirán como antes.
El sótano de Hacienda: la cena de Azaña y la residencia de Miaja
Julio se instaló hace quince días y los turistas han invadido la Puerta del Sol. Muchos llegan al reloj de las campanadas pasando por delante de la puerta del Ministerio de Hacienda. Todavía hay quien hace trámites de última hora antes de irse de vacaciones. Enseñan el DNI, pasan el bolso por el escáner y esperan.
Hace ochenta años, las entradas eran más rápidas y en lugar de a los despachos, se iba directamente al sótano, donde las bombas sonaban pero no destruían. Este edificio lo mandó construir Carlos III en 1763 y se convirtió en la Real Casa de la Aduana. En 1845, pasó a ser Ministerio de Hacienda. Pero la guerra hizo famosos sus túneles subterráneos.
En noviembre de 1936, cuando el Gobierno republicano se trasladó a Barcelona -y finalmente a Valencia-, el general Miaja instaló aquí la junta de Defensa, donde también mantendría su residencia. Arturo Barea, en La forja de un rebelde, describió así el submundo del Ministerio: “Las bóvedas se han convertido en habitaciones confortables, a veces hasta lujosas, protegidas de los bombardeos”.
Allí fue a cenar Azaña tras uno de sus últimos viajes al frente como presidente de la República. Porque Madrid era frente. El pasillo que recorre en la fotografía está igual ochenta años después. Sólo faltan las bombillas porque se ha mejorado el alumbrado. Hace fresco, a pesar de los más de treinta grados de fuera. Las paredes son de piedra, cal y ladrillo. Se escuchan los coches y el sonido de la calle porque hay varias aperturas por las que se iba el humo que expulsaban los puros de los dirigentes republicanos.
Azaña escribió de aquel día: “Cenamos en el Ministerio de Hacienda, invitados por el general Miaja. La mesa estaba puesta en uno de los sótanos, donde el general ha tenido mucho tiempo la oficina de mando. Muy complicados son estos subterráneos, que desconocía. Entre las reflexiones que le oí a Miaja se cuenta la siguiente: '¿Qué habría dicho Carlos III si hubiese podido saber que en este edificio que él construyó cenaría el presidente de la República?'”.
Este laberinto subterráneo no sólo fue centro de mando republicano. También hizo de cárcel. Por lo menos una noche. En abril de 1937, el ejército popular hizo en la batalla de Guadalajara decenas de presos italianos. Los servicios de propaganda de la República dieron una rueda de prensa en un salón del Ministerio al que invitaron a los corresponsales extranjeros para que constataran la participación del fascismo en la barbarie española.
Tras la guerra y ya en el Madrid de Franco, el Ministerio dejó de ser Junta de Defensa para volver a alojar a Hacienda.
La checa donde Miguel Hernández escribió "La nana de la cebolla"
Fausta Elorz y Olías fue una mujer buena, soltera e independiente. Por eso, antes de fallecer, decidió plasmar su última voluntad en un testamento: quería donar toda su fortuna. Sus allegados no pudieron más que hacer realidad su voluntad. Se acordó construir un edificio de piedra roja, elaborado con un aladrillado neomudéjar de excelente factura. El resultado fue la aparición de un asilo para ancianas y mujeres pobres en Madrid. Doña Fausta siempre había querido ayudar a los más necesitados.
Doña Fausta murió en 1909 y su voluntad quedó, por lo pronto, oculta en las páginas de su testamento. Pero cinco años después se cristalizó en un proyecto real con la edificación del asilo. Las primeras monjas llegaban al número 53 de la calle conde Peñalver, uno de los edificios más bellos de nueva construcción en el Madrid de los años 10, del que ya nunca se marcharían. Al menos durante los próximos 20 años.
Pero la guerra lo cambió todo: de acoger ancianas necesitadas, el lugar pasó a acoger el miedo y la represión. El dolor se abría paso entre aquellas gentes. Se convirtió en una de las más de 200 checas que hubo en el Madrid de la resistencia republicana. Allí, tomando el modelo soviético, el terror hacía acto de presencia. Pero la revancha habría de llegar al acabar la guerra desde el otro lado de las trincheras.
Las checas habían sido extraídas de los fondos más lóbregos de la administración soviética, exportadas a la península para el artificio macabro de la contienda. En ellas, la extorsión estaba a la orden del día. Miseria y tortura eran las únicas palabras conocidas por quienes daban con sus huesos en aquellos lugares. En ellas, los paseos eran algo habitual: se llevaba a los presos fuera, a la calle, y en un lugar apartado se les pegaba un tiro. Era algo cotidiano. Entre otras funciones, aquella residencia de ancianas tuvo alguna función más.“La checa de Peñalver se comportó más bien como un hospital penitenciario, un lugar de paso”, asegura Rocío Cubero, la directora del actual asilo.
Las monjas fueron evacuadas justo cuando empezaron a caer las bombas y a silbar los tiros en la ciudad. Quedaba vía libre para que aquel edificio sirviese al antojo de quienes lucharon cuerpo a cuerpo en las calles. Aquel lugar se conoció como la Checa de Torrijos. Justo al otro lado de la calle se encuentra el colegio de los Calasancios, conocido después como la checa de Porlier. Con el asilo formaría un tétrico tándem en los años de la guerra.
El año 39 y la caída de los republicanos no resolvió los problemas: era el turno del régimen, quien se apropió del edificio e hizo buen uso de él manteniéndolo todavía como cárcel. Allí, en el año 1939, pasó algunas de sus últimas horas de vida el poeta Miguel Hernández. Quizás el lugar, quizás la atmósfera, o quizás lo atroz de ver a la muerte de frente, fue lo que le inspiró a escribir aquí su famosa “nana de la cebolla”.
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
Muchos años después, Cubero deambula por los pasillos de la planta baja del edificio, repletos de la decoración de la época. Hay sillas aterciopeladas, jarrones con detalles florales y relojes de pared empolvados, decorados con una madera oscura más propia de otra época. Son los únicos vestigios que hablan del pasado de un edificio emblemático, distinguido como lugar de interés histórico. En él se produce un bucle temporal donde todo permanece intacto; entrar es como viajar en el tiempo. Sin embargo, es un edificio que, en gran medida, no se conoce a sí mismo. Muchos de los documentos que hablan de su pasado nunca aparecieron. "Creemos que fueron todos quemados”, lamenta. Por eso fueron las monjas las que, con sus conversaciones, completaron el puzzle de la historia del asilo. Aún así, tras noches de conversaciones, muchas de las piezas han quedado extraviadas en la memoria.
Una amplia capilla aparece en uno de los pasillos laterales. Cerca del atrio, bajo la luz de las vidrieras, está enterrada Fausta Elorz. Quizá por eso en este edificio no pasa el tiempo, es 1914 y el espíritu de la fundadora permanece intacto. Quizá por eso la historia del asilo de la calle Peñalver es la de un edificio que vive por sí mismo, sin mirar atrás, a través de su propia historia.
Como el asilo, Madrid también lo superó todo, se sobrepuso a las desgracias, recompuso los cimientos, erradicó los monstruos de su mente y avanzó hacia el siguiente estadio de su historia. Al final, todo en ella se retrotrae a una identidad salvaje, maleable y cambiante; remite, a través de sus lugares, a lo que una vez advirtió, con tino, el maestro Francisco Umbral: "Madrid es una excusa para contar historias".