Hace algo más de una semana, Susana visitó a un amigo en la calle de los Sauces, situada en la urbanización de la Arboleda de la localidad guadalajareña de Pioz. Al pasar por allí, un fuerte olor la asaltó, cerca del chalet 594. En aquel momento no le dio más importancia, pero la noche del pasado sábado el olor volvió a hacerse notar. Fue entonces cuando un vecino alertó a las autoridades, que acudieron rápidamente al lugar de los hechos. Allí, al entrar en la casa, se encontraron cuatro cadáveres en seis bolsas de plástico. Un matrimonio brasileño y sus hijos de uno y cuatro años. Los padres, descuartizados. Los hijos, degollados.
Las hipótesis en torno al caso comienzan a reducirse conforme pasan las horas. El “hedor insorportable” que algunos vecinos acreditaban ya ha desaparecido, pero dejando tras de sí la incertidumbre de qué ocurrió, cómo ocurrió y cuándo ocurrió. Sin embargo, la Policía y la Guardia Civil ya comienzan a trabajar sobre una hipótesis que, a la luz de los hechos, se veía nítida y ahora parece que se puede confirmar: todo apunta a que unos sicarios brasileños fueron a buscarles al pueblo para matarles.
Según fuentes consultadas, el padre de la familia alquiló la vivienda con su propia identidad, sin emplear una falsa. Además, llevaba en España el tiempo suficiente como para cobrar el paro, por lo que, mínimo, llevaba un año residiendo y trabajando en España. Pioz es una zona más económica, y todo apunta a que se desplazaron al lugar por razones de dinero.
De ese modo, los investigadores pretenden, con sus pesquisas, que el rastro de los asesinos no se termine perdiendo. Por ello comienzan ya establecer prioridades. Una de ellas es analizar las cámaras de vigilancia de la urbanización, además de la vivienda en busca de restos biológicos.
Los indicios de un crimen perpetrado por profesionales
La familia brasileña se empadronó en el pueblo el 21 de julio, pero llevaba tiempo en la zona. Hasta que alquilaron la casa, residieron un tiempo en Pioz antes de instalarse en la nueva urbanización. Cuando los policías llegaron en la noche del sábado a la casa, nada apuntaba a una entrada forzosa. Las cerraduras estaban intactas; las puertas, en perfecto estado, al igual que las ventanas. Las casas de la calle de los Sauces son todas muy similares: paredes de ladrillo rojo, con muros altos que las rodean. La piscina y las hamacas del interior de la piscina estaban intactas.
Las semanas anteriores a que se descubriera el crimen ninguno de los vecino había advertido ningún ruido, ningún detalle, ningún movimiento que les hiciera sospechar. Tampoco los guardas de la entrada percibieron ningún detalle extraño. Apostados en la puerta principal 24 horas al día, a lo largo del mes de agosto apenas les vieron entrar ni salir. “A quien más veía era a él. Ella casi nunca salía de casa”, explicaron. De hecho, la última vez que les vieron fue el pasado cuatro de agosto.
La actitud y el modo de actuar de la familia denotan, según ha confirmado la Policía, las autoridades y diversos vecinos de la urbanización, que “estaban huyendo de algo”, que trataban de esconderse, que pretendían permanecer en el anonimato. Pero no lo consiguieron. Alguien les siguió hasta su nueva casa, situada en una pequeña y amarilla colina a 3 kilómetros del centro del pueblo.
Entrar a la urbanización sin ser detectado resulta sencillo. Descontando la entrada principal, existen diversos puntos aledaños por los que acceder sin ser visto. Varias de las parcelas en extremos de la urbanización están vacías. Los muros que rodean algunos puntos de la urbanización no son demasiado elevados. Existe otra entrada que siempre está cerrada pero por la que también pudieron acceder. Los guardas lo confirman. “Pudieron entrar por cualquier sitio”, afirmaban, todavía afectados por la noticia.
La vida del hombre del sombrero y su familia
“No daban los buenos días ni las buenas noches”, apenas se dejaban ver, no se les escuchaba… La ya de por sí reservada familia brasileña parecía acentuar más sus hábitos en las últimas semanas según lo que percibían sus vecinos. No obstante, ninguno de ellos esperaba que la familia no se había ido a ningún lado. Yacían muertos en su propia casa.
Era el padre al que más se le veía por las inmediaciones de la zona. Hombre alto y moreno, vestía de un modo normal. Un tipo educado, según aseguran los vecinos y los guardas. Un distintivo le acompañaba siempre allá donde iba: su sombrero. “No se lo quitaba ni para comer”, señala uno de los vigilantes de la urbanización, con quien a menudo se detenía a charlar cuando subía del pueblo de traer la compra.
Ese detalle les llamaba la atención a los guardas: el padre de la familia bajaba andando al pueblo a por la compra. Se trata de una carretera estrecha y serpenteante; tres kilómetros de bajada y tres de subida. “Siempre le veía ahí subiendo con las bolsas y le decía: ¿no tienes coche?. Y el decía que no, que se lo rompió su mujer”, explica uno de los guardas. En las pocas veces que mantuvieron conversación, no sospecharon que la muerte acudiría en su busca unas semanas después.
El pan se acumulaba en su puerta conforme pasaban las semanas, pero las hipótesis, que hasta hace horas se amontonaban en la mesa de las autoridades, se reducen ahora al ver las formas sigilosas con las que tuvieron que actuar los supuestos sicarios para acabar con la vida de la familia brasileña.