Migrañas (así asesinó ETA a mi abuelo hace 40 años)
Hace 40 años que tres etarras vaciaron sus cargadores contra mi abuelo, Juan Mari Araluce, tras meses de presiones y amenazas. Mi abuela Maite no sufrió migrañas desde entonces.
Mi abuela sufría migrañas. Un dolor insoportable que le hacía quedarse en cama, con las luces apagadas y en silencio. Eran los años setenta y no hacía mucho que se había trasladado a San Sebastián. Detrás quedaba Tolosa, donde vivía felizmente con su marido, notario, y sus nueve hijos. El traslado se debía al nuevo cargo que ejercería mi abuelo: procurador en las Cortes y presidente de la diputación de Guipúzcoa.
Fue entonces cuando mi abuela Maite comenzó a sufrir esos dolores. Las dianas, la presión y las amenazas, ya fueran directas o veladas, atenazaban su conciencia. “A por mí no van a ir, ¿no ves que también soy vasco?”, trataba de consolarle mi abuelo Juanmari. Estaba convencido de que las intimidaciones terminarían con el tiempo. Él se encargó, entre otras cosas, de la restitución del Concierto Económico vasco, del plan de electrificación rural o las inauguraciones de la presa de Añorbe y de la autopista Bilbao-Behobia. Aquellos que lo amenazaban, los militantes de ETA –nacida hacía no mucho tras la incorporación de las juventudes del PNV-, también defendían la identidad del pueblo vasco. Aunque con argumentos diametralmente opuestos.
Esa presión, lejos de disiparse, fue aumentando con el paso de los meses. Mi abuelo contaba entre risas cómo, a su pesar, le habían impuesto llevar un arma consigo. Se la ceñía a la cintura, pero su torpeza hacía que se le cayera por la pernera del pantalón hasta el suelo. También relataba el día en el que un hombre de pintas dudosas empezó a seguirle por la calle. Tras cruzar varias veces de acera y confirmar sus sospechas, mi abuelo se paró en un kiosco y cogió un periódico para hojearlo distraído. Cuando el hombre le alcanzó, se abalanzó sobre él con sus ciento y pico kilos de peso. “¡Soy escolta!”, exclamó éste. Era uno de los primeros agentes de incógnito.
Todo eso se lo contaba a su mujer riéndose. Creía que, de ese modo, amortiguaría los golpes. De lo contrario, ella se enteraría por otras vías y sería aún más duro.
Mi abuela Maite escuchaba y callaba. La consecuencia directa de esas historias eran las migrañas que la obligaban a pasar el día en la cama. Esposa fiel, trataba de no convertirse en una carga, en no acaparar ningún protagonismo ante aquella situación. De ahí el silencio. Bastante tenía su marido con su día a día como para despertar su preocupación por un simple dolor. Insoportable, pero pasajero. Aquel latiguillo siempre iba acompañado de una pregunta: ¿Cuándo?
La respuesta llegó el 4 de octubre de 1976, hoy hace cuarenta años. Mi abuelo Juanmari llegaba a comer a casa, en la donostiarra Avenida de la Libertad. No le dio tiempo a bajarse del coche cuando los tres terroristas, con una metralleta, abrieron fuego contra el vehículo. Vaciaron sus cargadores y dispararon alrededor de cien balas. El chófer, José María Elícegui, murió en el atentado. También lo hicieron los escoltas Alfredo García, Luis Francisco Sanz y Antonio Palomo. Y mi abuelo. Él quedó malherido y dos de sus hijos, mis tíos, lo llevaron al hospital. Murió en el quirófano.
Hay un programa de Informe Semanal rodado días después del crimen. En él, el presentador reconstruye los últimos pasos que dio mi abuelo. Después entrevista a algunos de mis tíos y a mi padre.
- ¿Qué les diría a los asesinos?
- Que no lo vuelvan a hacer nunca más.
La última escena del reportaje parece la fotografía de un funeral. Mis tíos, el mayor de ellos rondaba los 25 años, están sentados en un sofá. Tienen ojeras y se les ve cansados. Pero en el centro hay algo que chirría, que no encaja en el entorno: la sonrisa de mi abuela.
- Quiero decir que estoy muy contenta porque mi marido está en el Cielo y que perdono de todo corazón a los que lo han hecho.
Siempre he sabido lo que ocurrió. No recuerdo un momento en el que nadie me sentara en un sillón o viniera a verme a la cama y, de forma lastimosa, me contara qué había pasado. Es una realidad que siempre ha estado ahí. Nunca conocí a mi abuelo: aún faltaban once años para que yo naciese cuando lo mataron. Aquellas historias que él contaba riéndose las he ido reconstruyendo con los retazos de lo que he ido sabiendo a medida que crecía.
Son pequeñas píldoras que he ido tragando sin que por ello creciera el resentimiento o el odio. Mi abuela primero y mis padres después se han encargado de ello. Nací en Madrid porque se tuvieron que marchar del País Vasco con una mano delante y otra detrás, porque a mi abuela no le quedó otra que vivir en un piso que le cedieron por su condición de víctima del terrorismo.
Mi familia reconstruyó su vida a partir de los escombros y los nietos hemos crecido lejos del odio. Se lo debemos a mi abuela Maite, que no volvió a tener migrañas tras el asesinato de su marido, y a la sonrisa de aquel Informe Semanal, que es la que siempre nos dedicó.