Realmente no eran muchos: diez mil según la cuenta más piadosa, la de los organizadores. Reunir diez mil almas en Madrid no es tan difícil: había más gente el otro día en el concierto de Loquillo, y eso que era pagando. El caso es que allí estaban, protestando agitados por los mismos que desde el Congreso disfrutan de las ventajas de ser diputado –sueldo generoso, iPad, móvil, despacho con televisión– y quieren ganar fuera lo que se pierde en las urnas.
La manifestación había transcurrido tranquilamente, hasta que unos cuantos formaron ante el Congreso para gritar su indignación. Al dejar el edificio junto a un grupo de compañeros (Toni Cantó, Félix Álvarez, Melisa Rodríguez, Guillermo Díaz, Luis Salvador, Begoña Villacís, Patricia Reyes y Virginia Salmerón) recibí de ellos todo tipo de insultos –"puta", por cierto, fue el más dedicado a las chicas– además de una lluvia de objetos. Quede claro que en un país donde en otro tiempo los demócratas se jugaban a diario la integridad física, lo de ayer es una anécdota: no hubo heridos ni contusionados, y el honor quedó en su sitio porque no ofende quien quiere sino quien puede. Eso sí, unos minutos antes Íñigo Errejón había sido largamente ovacionado por los mismos que nos dedicaban improperios.
En una versión política de “va provocando, con esa falda y ese escote”, un diario digital nos reprochaba el haber abandonado el Congreso por la puerta de Cedaceros. Es cierto, podría haber elegido otra salida. También haber usado el coche oficial al que tengo derecho –y al que he renunciado- y que me sacaran por el garaje. O ponerme un bigote postizo para que no me reconocieran. Podría haber esperado a las doce para dejar el edificio, o pedir a los policías que me hiciesen de guardaespaldas. Pero resulta que yo salgo a diario por Cedaceros, andando, tranquila, sin protección. Mis compañeros y yo habríamos entendido como una vergüenza renunciar a ello. Y no por nosotros, sino por lo que tenemos detrás: tres millones y medio de hombres y mujeres que votaron a Ciudadanos.
Cuando ayer nos negamos a cambiar nuestra rutina no estábamos defendiendo nuestra dignidad, sino la suya: ninguna de las personas que nos votó lo hizo para que saliésemos por la puerta de atrás. Atravesar la calle bajo una cascada de insultos fue para mí infinitamente menos duro de lo que habría sido transigir a la cobardía. Yo no llegué hasta aquí para arrugarme ante una recua de violentos. Los "puta, puta", las latas de cerveza y las monedas lanzadas con más o menos puntería son el precio que pago con gusto por poder decir que sigo siendo libre. Y que no tengo miedo.