Calma y sangre fría. Ismael Benito Ortega sabía que aquellos eran los ingredientes de un ladrón de éxito. Los mismos que le habían hecho esperar en la penumbra a que el garaje se abriera para poder colarse en el edificio. Y los mismos que le habían llevado piso por piso desde la planta más alta del bloque de oficinas hasta la puerta de la redacción de EL ESPAÑOL, cuatro niveles más abajo.
Era lunes, 21 de noviembre. El reloj marcaba las 19:21 de la tarde y mientras en la redacción saltaba la noticia de una anciana que había fallecido tras el incendio provocado por una vela, Ismael detuvo la puerta con su mano. Era su momento. Un acceso libre propiciado tras la marcha de una visita. Nada hacía pensar que aquel señor con americana y camisa a cuadros era en realidad un descuidero de manual. Un hombre con 77 detenciones a las espaldas. Con solo 33 años acumulaba tantos hurtos y robos como una banda organizada al completo.
Calma y sangre fría. El mantra de nuevo. Calma para que las sesenta personas que trabajaban en aquella planta no se dieran cuenta de su asalto. Y sangre fría para localizar con una sola mirada las cámaras de seguridad de la estancia. Esa fue a la vez su virtud y su error. La forma en la que su rostro quedó inmortalizado y que sirve ahora de prueba para la Policía. Con un paso firme, Ismael entró en la sala y se marchó seguro hacia uno de los baños.
No hubo señal de alarma. No hubo voz de alto. Contribuyó a su argucia el hecho de que, por lo discreto de algunos trabajos y la confidencialidad que se les debe a las fuentes, en una redacción como la de EL ESPAÑOL nadie hace demasiadas preguntas si detecta el paso de una persona desconocida. Ismael aprovechó el hueco y desapareció en los despachos, situados en la esquina contraria de la planta y desocupados ya en aquel momento.
Objetivo: no romper nada
Allí aplicó Ismael el principal código de cualquier ladrón profesional: nunca seas agresivo y sobre todo, nunca rompas nada. Es mejor dejar un buen botín guardado bajo llave en un armario que forzar la cerradura y ser acusado después de un robo con fuerza. En el primer caso, el hurto se puede solventar simplemente con un juicio rápido. En el segundo, Ismael y sus colegas de profesión pueden terminar con sus huesos en la cárcel.
Nació en 1983 cuando su madre tenía sólo 14 años. Y por eso terminó al cuidado de su abuela, que con cuatro años decidió entregarle a los Servicios Sociales. Los educadores de la Comunidad de Madrid pasaron a ser su nueva familia, hasta que sus padres biológicos tuvieron la edad suficiente como para hacerse cargo. O al menos intentarlo. Tampoco salió bien.
A los quince años, después de una convivencia de conflictos y peleas, Ismael fue entregado de nuevo por sus padres a los Servicios Sociales. Otra vez a la rueda. Al péndulo sentimental que -para quienes le conocen- le marcó de por vida. Ya entonces el ladrón coqueteaba con la droga en su barrio al sur de Madrid.
Con 19 años ingresó en prisión por primera vez a causa de un robo. Y desde ahí ha entrado y salido del ‘hotel’ de forma intermitente. Su vida es el robo y el trapicheo, tanto que su nombre está controlado por la Policía en las casas de compra-venta de la capital.
Intentó reconducir su vida
No siempre fue así. De hecho, Ismael intentó rehacer su vida y montar una familia. No lo tuvo fácil. Con 24 años intentó sentar la cabeza. Carretillero, mozo de almacén, trabajador de obra. Incluso aprobó el permiso para conducir camiones e intentar dar un giro a su vida. Pero aquello se rompió seis años después, igual que la familia que le mantenía pegado al suelo.
Desde entonces, sin nadie a quien rendir cuentas, su traza delincuencial se multiplica. Ya todo vale. Sus asaltos se multiplican, al igual que su dependencia del polvo blanco. Desde la última vez que salió de la prisión madrileña de Navalcarnero el 25 de junio de 2012, los agentes le achacan más de 50 robos. Más de uno al mes. Y podrían ser muchos más, si se tiene en cuenta aquellos donde no ha sido detectado.
Calma y sangre fría. Poco importaba ya todo aquello de ser una persona normal. Para Ismael, ese lunes era suficiente con salir de la redacción de EL ESPAÑOL sin ser detectado. En la mochila -que también recogió en uno de los despachos- escondía ya cuatro ordenadores portátiles de alta gama. Pasó una hora y media desde que las cámaras le vieron entrar hasta que le registraron saliendo de nuevo. Eran las 21:41 cuando el ladrón deshizo lo andado a paso ligero y salió por la puerta de la empresa. Nunca más miró a la cámara. Ni siquiera cuando bajó de nuevo al garaje para evitar el control de acceso y escapó con paso firme por la Avenida de Burgos de Madrid.
Otra vez Ismael
Fueron los agentes de la Comisaría de Policía de Chamartín quienes escucharon por primera vez esta historia, contada por una trabajadora de EL ESPAÑOL a modo de denuncia. El relato se convirtió en protocolo. Y este a su vez, en rutina. El número de hurtos en las oficinas de la zona era cada vez más creciente y al menos esta vez, una imagen ponía nombre al asaltante. Ismael Benito Ortega, nacido el 2 de noviembre de 1983 en Leganés. O, como dirían los agentes, otra vez Ismael.
Era común que el descuidero fuera detectado entrando en oficinas de la zona de Alcobendas o Chamartín, a 25 kilómetros de su último domicilio conocido. También es habitual que en sus detenciones ofrezca direcciones falsas para hacer más complicado llevarle ante un juez. En los dos últimos meses, le consideran culpable de al menos una docena de robos.
Su material preferido son los ordenadores y los teléfonos móviles. Productos fáciles de colocar en el mercado negro o en las plataformas móviles de segunda mano. Ahora, Ismael podía pulir un portátil de 1.500 euros a precio de tienda por los 100 euros que cuesta una dosis. Y otra vez a la rueda. Los agentes habían detectado incluso que su antagonista estaba cada vez más demacrado. Ajado por una edad que en realidad no le pertenece. De hecho, las fuentes policiales consultadas no ocultan que atendiendo a sus ficheros policiales, Ismael siempre presenta mejor aspecto cuando acaba de salir de prisión. Allí al menos come tres veces al día.
La imagen de las cámaras de seguridad de la redacción de EL ESPAÑOL se convirtió entonces en la principal prueba contra Ismael. Alguien le reconoció también como la persona que se había colado días antes en el edificio de una empresa de seguros. Y la bola siguió creciendo. Al contrario que las esperanzas de encontrar los ordenadores robados. En pocas horas, Ismael era capaz de dar los portátiles a un perista y lavarse las manos. Sería otra persona quien se encargaría de mover la mercancía, para romper la cadena entre el hurto y su posterior venta. O al menos eso suponían.
Segundo intento
En su contra; los mismos relatos de siempre. Objetos sustraídos y nada roto. Otra vez en la frontera del hurto por descuido. Y otra vez con la certeza de que Ismael entraría por una puerta y saldría por la otra si la Policía tenía la suerte de detenerle de nuevo.
En aquella fecha, Ismael estaba ya buscado por un juzgado de Colmenar Viejo, otro de Pozuelo, por el número 7 de Madrid, por los agentes de la comisaría de Fuencarral, de Chamartín, de Alcobendas y por los policías de la Judicial de San Blas.
Calma y sangre fría. Y esta vez por partida doble. Habían pasado 38 días desde que el ladrón se coló por primera vez en la redacción de EL ESPAÑOL cuando decidió repetir la hazaña. Ya sabía dónde estaban las cámaras, conocía el edificio y tenía la esperanza de que, con las vacaciones navideñas de por medio, la zona estuviera menos poblada que en su primera incursión.
Ismael tienta a la suerte y supera la estadística. En España, dos de cada tres presos vuelven a pisar la cárcel y una persona con 20 años pasa de media cuatro veces más por prisión a lo largo de su vida. Él cumple con el perfil con solo 33 años. Y vuelve de nuevo al hurto. Al descuido para conseguir la dosis. Era la tarde del 29 de diciembre cuando el ladrón intentó de nuevo colarse en el edificio. Otra vez por el garaje. Otra vez la espera en la penumbra hasta que la puerta de empleados se abre, dando acceso al maná de la oficina. Una rutina, que seguramente nunca le llevó a preguntarse dónde o a quién estaba robando. No es personal, sólo un modo de vida.
Un grito en el garaje
La apuesta estaba echada, pero esta vez salió cruz. Tanto que al abrir la puerta, se encontró sin saberlo con una de las personas a las que había robado en su entrada anterior. Una compañera de EL ESPAÑOL que había tenido tiempo más que suficiente para memorizar su cara, colgada en un cartel a la entrada de la redacción en el que alguien había escrito un "se busca" en boli como en un improvisado cartel del far west. Otra vez más, la imagen de la cámara de seguridad se tornaba en su contra.
La puerta se abrió e Ismael salió de la penumbra, provocando el grito de la periodista.
-Perdona, no quería asustarte, se excusó el ladrón.
-Si no pasas la tarjeta no vas a poder salir, le explicó la periodista.
Fue solo un segundo. Un momento en el que ambos notaron que la escena no encajaba. Ismael intuyó por la mirada que había sido descubierto, mientras la periodista confirmó que aquella silueta era el rostro que había visto durante días en la puerta de la redacción.
Además, el grito llamó la atención del equipo de seguridad del director de EL ESPAÑOL, que desde hacía unos minutos vigilaba los movimientos de Ismael desde el cuarto de cámaras. Se repitió el protocolo. El descuidero tomó el ascensor, subió, e intentó acceder a las oficinas planta por planta. Esta vez, sin embargo y de forma paralela, la Policía fue alertada de su presencia mientras el escolta revisaba todos sus movimientos.
Detenido a la carrera
Ismael mantuvo esta vez su regla inquebrantable. Esa que le mantiene una y otra vez lejos de la cárcel: nada de violencia. Intentó entrar en varias plantas y ante su fracaso, salió de nuevo por el garaje del edificio. Fuera, uno de los escoltas de Pedro J. Ramírez le abordó a la espera de que llegaran los agentes.
- ¿Qué haces por aquí?
- Me he confundido. Iba a otra oficina.
La conversación se torno banal. Circular. Sin sentido. Tanto que Ismael adivinó en ella una maniobra para retenerle hasta que llegara la Policía. En ese momento echó a correr en plena calle con la esperanza de no ser alcanzado. Y con la mala suerte para él de que los agentes, confundidos de oficina, se encontraban aparcados justo en la dirección en la que corría. Al ser alertados por el escolta, ocho de ellos se lanzaron sobre él hasta inmovilizarle. Otra vez el mantra. Tranquilidad y nada de violencia. Si no había heridos ni oponía resistencia, Ismael estaría en la calle a las pocas horas, por mucho que fuera detenido.
El guión se cumplió al dedillo. Igual que las otras 76 veces. El caso recayó de nuevo en el Juzgado de instrucción número 7 de Madrid; un viejo conocedor de sus andanzas. La Policía pidió de forma explícita que el juez le aplicara algún tipo de medida cautelar debido a su reincidencia, pero a la espera de ella, fue puesto de nuevo en libertad tras negarse a declarar. Para los agentes, entró por una puerta y salió por otra.
La reincidencia, a debate
Su caso es un fiel reflejo de la imposibilidad del sistema de hacer frente al fenómeno de la reincidencia en este tipo de delitos. Siempre que el robo no exceda los 400 euros se le acusa de un delito leve de hurto que se salda con multas. Sanciones ante las que siempre se declaran insolventes.
Los expertos penalistas consultados por este periódico admiten que es raro que alguien vaya a la cárcel por hurto, incluso aunque acumulen tantos como el protagonista de esta historia. En caso de que en un periodo corto de tiempo una misma persona acumule varias detenciones, un juez puede adoptar la decisión de imputarle un delito por lo que ya podría ser condenado a penas de entre uno y tres años. Pero esto queda a criterio del juez y no siempre se aplica.
El portavoz de la asociación Jueces para la Democracia (JpD), Ignacio González Vega, propone dotar de más medios a la Administración de Justicia para paliar este problema. “Organización y medios”, reivindica como solución al tiempo que pide no culpar a los jueces. Recuerda que en el Código penal se recoge la multirreincidencia. “Otra cosa es que puede haber algún fallo en el funcionamiento del sistema”, admite, pero descarta tomar medidas cautelares como la prisión preventiva cuando se comete un hurto.”No sé si tiene solución fácil”, zanja.
A estos inconvenientes hay que añadir las dificultades que existen para juzgar a alguien a quien no se le pueden notificar las citaciones en los tribunales al dar direcciones falsas. Eso alarga los plazos y facilita la prescripción, que en el caso de los hurtos es de un año. Solo cuando están en prisión y por tanto fácilmente localizables, se les puede juzgar por los hechos que tienen pendientes, pero eso no quiere decir que acumulen mucha condena.
Existe la posibilidad de unificar su pena sin que nunca lleguen a superar “el triple de la mayor”. Es decir: recibe la misma condena si tiene tres causas por hurto que si tiene 77. Y dicho esto, calma y sangre fría. Quizá en este momento Ismael lo esté intentando de nuevo.