No siento simpatía alguna por los que reparten carnets ideológicos con ánimo sectario. No quisiera que esta columna se entendiera en esa clave. Pero, mi afición a la Historia de las Ideas, me lleva a estar atento a los matices. Normalmente, si alguien se declara “liberal”, pero su discurso está dominado por la denuncia de “los fallos del mercado”, estamos ante un contractualista, un hijo del Iluminismo de Rousseau y la Revolución Francesa. Este discurso es asumible por los socialdemócratas y los “liberales progresistas”, categoría ampliamente distribuida entre Ciudadanos y una parte del PSOE.
Si el “liberal” de marras, en cambio, carga contra el Estado, podemos estar ante un genuino iusnaturalista como Locke o Smith. Si acude mucho a Hobbes, también podemos estar de excursión ideológica con un libertario que acabará coincidiendo con Marx y Bakunin en la necesidad de destruir el Estado. A Juan Ramón Rallo, a veces, lo veo en este tono.
Un discurso 'harvardiano'
Ayer, José María Aznar hizo un interesante discurso en la presentación del Índice de Libertad Económica (ILE), cuya mala noticia es que España se ha desplomado 23 lugares en el ránking mundial. En él vi aflorar algunos matices y carencias. El ex presidente dijo que aunque la esencia del debate económico sigue siendo la tensión entre la responsabilidad individual y colectiva, hoy “son necesarias además instituciones sanas e incluyentes que generen los incentivos necesarios para que el ser humano desarrolle todo el talento que posee”.
Luis Garicano, ideólogo de Ciudadanos y santo patrono de los neoinstitucionalistas españoles -la corriente de Harvard que sostiene que las instituciones son clave para el desarrollo de las naciones- habría firmado este párrafo sin ningún escrúpulo.
Tres dimensiones adicionales
Aznar abogó por añadir a la libertad económica y al Estado de Derecho, tres dimensiones: un sistema educativo que propenda a la igualdad de oportunidades y proteja la excelencia, la libertad para comerciar internacionalmente y un Estado fuerte, “que no es sinónimo de grande”.
“Un Estado -explicó- que entienda que su papel fundamental es asegurar la igualdad de oportunidades, mantener los servicios públicos necesarios para la cohesión social y crear confianza como árbitro que debe garantizar que las normas se cumplen. El Estado tiene una función económica esencial a desempeñar y es evitar los fallos de mercado, garantizar un entorno estable y liderar las reformas que permitan adaptarse a la economía a entornos permanentemente cambiantes”.
Este último párrafo podía haber sido sacado de un discurso de Albert Rivera, de Emmanuel Macron o de Nick Clegg, el político liberal-demócrata británico. Es cuestión de énfasis y matices, pero da la impresión de que el discurso de Aznar estuviera de pronto convergiendo hacia el centro político, donde ya se halla instalado, aunque partiendo de otras premisas y necesidades, el de Rajoy y Montoro.
¿Y los fallos del Estado?
Las ideas de Aznar han pasado por diversas fases. Cuando estaba en la oposición era un conservador clásico. Las ideas liberales comenzaron a aparecer en él con fuerza en este siglo y, sobre todo, cuando se marchó del Gobierno y aprendió (muy bien) inglés. Este discurso resulta sorprendente porque destacar “los fallos del mercado” y asignarle al Estado el papel de liderar la adaptación “a entornos permanentemente cambiantes”, que debería corresponder a las empresas y particulares, le acerca, aunque a Aznar le pese, al “liberalismo progresista” de Ciudadanos.
Muy probablemente es en torno a esta marca política donde se situará el nuevo consenso del centro político europeo. Lo cual no deja de poner de manifiesto una gran contradicción. Denunciar los “fallos del mercado” en Europa, y sobre todo en España, donde todos los días se ven lamentables y recurrentes “fallos del Estado” es disparar contra un fantasma.
Y eso evidencia una gran omisión en la intervención de Aznar: el informe de Heritage Foundation refleja una fuerte degradación de la libertad económica en España. El ex presidente debió abordar la cuestión directamente y no de manera tangencial.
No sólo se trata del fracaso del Estado español en los ámbitos que un liberal respeta y promueve como el equilibrio fiscal, la defensa de la competencia, la igualdad de oportunidades y la Justicia para todos (por citar sólo unos pocos) sino por su evidente incapacidad en áreas que los liberales discuten, como la actividad empresarial o la provisión de servicios públicos, donde vemos a un Estado supuestamente omnímodo continuamente burlado por los cargos políticos elegidos para administrarlo.