La cita estaba prevista para las doce de la mañana en dos puntos concretos de la Ciudad Condal. En la Plaza Sant Jaume, sede del Parlament catalán, los altos cargos de la Generalitat han expresado su rechazo formal a las actuaciones de la Policía y la Guardia Civil para frenar el 1-O. Sin embargo, es en la Plaza Universitat donde se ha dado cita la ciudadanía, aquellos que salieron ayer de su casa para blindar las urnas al grito de “las calles serán siempre nuestras” y que sufrieron las conclusiones de un proceso descarrilado en manos de la clase política y que tienen que seguir con sus vídas el día después del 1-O.
La reunión parecía una demostración de músculo importante por partida doble. Primero para visualizar el rechazo a las actuaciones policiales de este domingo, y segundo para pulsar la posible incidencia de la huelga general convocada para mañana por las secciones autonómicas de los principales sindicatos nacionales. Algo imposible de valorar a posteriori, ya que la mayoría de los congregados era, o bien universitarios, o bien jubilados y personas que esta mañana no tenían que acudir al trabajo.
Sin embargo, las heridas de la jornada de ayer son palpables en Barcelona a simple vista. No es un tema de banderas u opiniones. Es la calma tensa que antecede a otra tormenta, la de la declaración unilateral de independencia anunciada ayer por Carles Puigdemont. No hay otro tema en las charlas de café de los catalanes que no sea la herida abierta por el referéndum. Y la escena perdura. A las 9 de la mañana, una chica paseaba por la calle Aribau asida a una carpeta. En el ojo, mostraba el rastro de unos golpes y arañazos recién aflorados. A su lado, una treintena de estudiantes extranjeros esperaba el café en un establecimiento a pie de calle, en un reflejo de la dicotomía que vive en estos días la Ciudad Condal.
“Pablo tiene un moratón en la rodilla y el otro mucho dolor en el codo”, explicaba una madre por teléfono mientras en un paso de cebra, una pareja de mossos recibía el saludo constante de los viandantes. “Tío, cuantos indepes hay”, le confesaba uno al otro con voz discreta en otra muestra de las distintas posturas que se viven también dentro de la policía autonómica. Sobre todos, unos y otros, independientes o españolistas, sobre cualquiera en medio esa escala de grises pesa hoy la imagen de las Fuerzas de Seguridad del Estado cargando contra aquellos que protegieron las urnas.
Los agentes –que hoy custodiaban la concentración independentista a 200 metros de distancia con una hilera de furgones- se han convertido con su actuación en diana de las iras, igual que el Gobierno de Mariano Rajoy. Nada. Ni un solo reproche se escucha en este entorno sobre la gestión de Carles Puigdemont y su Govern a la hora de plantear un referéndum ilegal y llamar a la movilización ciudadana para tomar la calle. La prensa “española” también está en el foco, acusada de manipular las imágenes e informaciones que tienen que ver con el proceso. Una política de buenos y malos que tacha a la policía de “fuerza de ocupación” y ensalza a otros cuerpos como los bomberos de Barcelona, aplaudidos a brazo partido cuando uno de sus camiones pasaba por una calle cortada ya por los manifestantes.
Fuera del mar de esteladas, el proceso empieza a hacer mella. Unos y otros quieren tranquilidad y estabilidad democrática. Algo que se ha perdido gane quien gane el pulso político o el de la opinión pública, “Estoy cansado de estos pesados”, se escuchaba en una charla de café previa a la oficina en el centro financiero de la Ciudad Condal. “Sí, pero lo que ha pasado no se puede consentir”, recordaba otro compañero sobre las cargas policiales. No es una búsqueda de culpables. No es un asunto de vencedores y vencidos. Es el sentir popular de que las consecuencias de los errores políticos, de uno y otro signo, las paga siempre el ciudadano. Y de que pase lo que pase, ya es suficiente.