El capitán Jacinto Guisado cuenta con tiento cómo fue la "batalla de todas las batallas del Ejército español". Así la llaman muchos por su crudeza, por el riesgo que entrañó para los militares españoles que arriesgaron sus vidas para rescatar a 70 soldados salvadoreños y a 38 iraquíes de una turba insurgente. Guisado, que por entonces era alférez, lideró una operación por la que fue condecorado con la Cruz del Mérito Militar con distintivo rojo.
"La cambiaría por distinciones individuales para cada uno de los míos", asegura Jacinto Guisado. Su memoria se retrotrae hasta el 4 de abril de 2004, fecha de la que este miércoles se cumplen 14 años. A las balas de los francotiradores. A una doble incursión en el abismo de Najaf, epicentro de la violencia en la guerra iraquí. A una misión que excede cualquier guión cinematográfico.
Eran tiempos difíciles para el Ejército español en Irak. Al menos, a nivel logístico. Si el Gobierno de José María Aznar había ordenado el despliegue en el país de Sadam Huseín, José Luis Rodríguez Zapatero ya tenía en mente la retirada inmediata del contingente. Que los soldados españoles iban a regresar a casa era ya una realidad.
Los insurgentes iraquíes se organizaban en estructuras anárquicas, lideradas por cabecillas locales que hacían y deshacían acuerdos entre sí azuzados por sus propios intereses personales. Uno de ellos era el líder chií Muqtada el Sadr.
Las tropas estadounidenses lanzaron una ofensiva contra el jefe chií los primeros días de abril de 2004. Capturaron a su lugarteniente Mustafá Al-Yaqubi y se lo llevaron arrestado. Fue el movimiento que abrió las puertas del infierno.
2.000 iraquíes rodean la base española
La esposa de Al-Yaqubi llamó a las puertas de la base Al Ándalus, bajo el mando de la brigada española Plus Ultra II, en la localidad iraquí de Najaf. La mujer aducía que su marido permanecía retenido dentro de estas instalaciones. La acompañaba una turba que poco a poco iba engrosando sus filas y su exarcebación: "O lo liberáis o venimos a liberarlo".
Cumplieron su promesa el 4 de abril de 2004. 2.000 iraquíes se arremolinaron en torno a la base. Dentro de ella, una amalgama de efectivos de diferentes procedencias: 50 españoles, 200 salvadoreños, un puñado de estadounidenses, una decena de mercenarios de la compañía Blackwater, unos pocos hondureños y los pocos soldados iraquíes que no habían desertado.
Es en este punto donde arranca la historia del alférez Jacinto Guisado, recogida en el blog Todos somos uno del Ejército de Tierra, editado por el teniente coronel Norberto Ruiz. Las viñetas del dibujante José Manuel Esteban ilustran lo que fue aquella jornada y vertebran este relato.
Se inicia el ataque
"¡Nos atacan!". La voz de alarma del cabo primero Cortés alertó a sus compañeros. El alférez Guisado aún descansaba en su litera: era la primera hora de la mañana. El militar se precipitó sobre unas botas que no llegó a abrocharse, se puso el chaleco y salió corriendo hacia su posición.
La alerta no era para menos. La base Al Ándalus recibía fuego enemigo, de fusilería y de cohetes RPG. Tampoco faltaba algún tirador de precisión apostado en los edificios próximos. Aquel amanecer se dibujó sobre el silbido de las balas, una melodía que les acompañaría durante toda la jornada. En más de una ocasión, con mayor estridencia de la que hubieran deseado.
Aquello parecía una misión defensiva en toda regla. Nada más lejos de la realidad. El coronel español Alberto Asarta les comunicó que un grupo de militares salvadoreños que instruía a un contingente iraquí había quedado aislado en un edificio cercano, una vieja cárcel.
Cercano en el espacio, sí. Pero antes había que salvar las calles que llevaban hasta él, atestadas de enemigos que tiraban a matar. El pensamiento más recurrente se transformaba en una frase que ninguno se atrevió a pronunciar: salir para no volver.
Volando por las calles de Najaf
Armas y munición. Había que cargar tantas como fuera posible a bordo de los cuatro vehículos blindados BMR que componían aquel convoy. Todo se hizo a una velocidad de vértigo. La vida de sus compañeros salvadoreños e iraquíes dependía de ellos.
Por fin, un contingente de 28 efectivos españoles bajo la batuta del alférez Guisado abandonó la base a bordo de los cuatro vehículos y por la puerta sur. La principal estaba impracticable. Aquella salida fue de todo menos sosegada. Los compañeros que se quedaron en las instalaciones militares lanzaron una ofensiva para despejar el camino en la medida de lo posible. Los BMR volaron por las calles de Najaf.
Disparos por todos lados. El alférez Guisado y los suyos se abrieron paso entre un mar de balas que llevaban su nombre escrito. La cárcel estaba a seis kilómetros de distancia. Barricadas, disparos de balas, de cohetes... Cada metro, un obstáculo. Los soldados españoles vaciaban sus cargadores esquivando la muerte.
Una travesía imposible que les condujo hasta la cárcel, rodeada de insurgentes. Más fuego, más disparos. Rompieron el cerco con sus metralletas y obstinación. Dentro del edificio se encontraron con los cuerpos de dos fallecidos: un soldado del Ejército oficial iraquí y el salvadoreño Natividad Méndez Ramos, de 19 años. Las bajas minaron la moral de los 70 salvadoreños supervivientes y de los 38 militares locales.
Lo más urgente era la evacuación de tres heridos. El alférez Guisado y los suyos los subieron a bordo de los BMR y se lanzaron de nuevo sobre Najaf, dejando atrás la promesa de rescatar a los que quedaban en la cárcel.
La segunda incursión
El contingente español en la base Al Ándalus apenas daba crédito a lo que veía. Sus compañeros habían regresado. Y lo que era más importante, todos ellos con vida. Quién iba a decirlo dado el estado de los BMR, cosidos a balas. Mientras se producía aquella incursión habían llegado refuerzos: tres tiradores de precisión españoles fueron trasladados a bordo de un helicóptero Cougar para frenar el ataque de los francotiradores insurgentes.
El alférez Guisado trasladó al coronel Alberto Asarta la situación que se habían encontrado. Que en la cárcel todavía quedaban 70 salvadoreños asediados por la turba.
Había que volver.
Los 28 soldados españoles que componían aquel convoy volvieron a armarse hasta los dientes y a abalanzarse sobre un destino incierto. En esta ocasión, a diferencia de su primera salida de la base, no contaban con el factor sorpresa. El enemigo esperaba.
Más fuego, más balas. El baile con la muerte tenía algo de azaroso. Volar por las calles de Najaf exigía tener todos los sentidos en alerta. De lo contrario...
Recorrieron de nuevo los seis kilómetros hasta la cárcel. Cargaron los cuerpos de los dos fallecidos y montaron un convoy con los salvadoreños y los iraquíes supervivientes. Pero algo iba mal. Faltaba la mitad de los salvadoreños.
¿Dónde estaban? En esa tensa espera se habían precipitado a las calles, en una huida desesperada hacia la base Al Ándalus. Pero a mitad de camino se habían visto rodeados por los insurgentes y repelían sus ataques como podían, atrapados en una vía descubierta.
El convoy español arrancó la marcha y se dirigió al punto señalado. Las rampas de los BMR iban abiertas para que los salvadoreños pudiesen subir sobre la marcha.
El final de la misión
Refuerzos desde el aire. Dos helicópteros Apache estadounidenses entablaron conversación por radio con el alférez Guisado, que les indicó desde donde les disparaban con mayor dureza. Las aeronaves respondieron al fuego con fuego y despejaron en buena medida el camino de vuelta.
El convoy alcanzó el lugar en el que estaban los salvadoreños. Cuando parecía que ya los iban a rescatar se encontraron con un problema inesperado. Los efectivos centroamericanos querían rescatar una radio que llevaba un compañero herido.
Pese a las recomendaciones de los españoles, los salvadoreños se expusieron para recuperar el aparato. Por fin, entraron a bordo de los BMR, que volaron por última vez por las calles de Najaf hasta alcanzar la base Al Ándalus.
Ya casi habían alcanzado su destino cuando Guisado divisó por el rabillo del ojo a un insurgente en lo alto de un edificio que apuntaba hacia su posición con un lanzacohetes RPG.
"¡Pam!", el disparo fue certero. El tirador español Monge alcanzó de pleno al enemigo, que cayó desde la azotea. "Todos somos uno", pensó en ese momento el alférez Guisado.
La condecoración
Jacinto Guisado, hoy capitán, cierra los ojos para volver al presente. En su guerrera luce varias condecoraciones, obtenidas en incontables misiones en el exterior. Una de ellas es la Cruz del Mérito Militar con distintivo rojo, la que le recuerda aquellos acontecimientos de Najaf.
Su contingente se lanzó al infierno y regresó sin ningún rasguño, trayendo consigo a los salvadoreños y a los iraquíes que habían sobrevivido a la turba.
Durante todo ese episodio tuvo muy presentes a sus hijos de corta edad Ángel y Javier, a los que volvió a ver tras comandar con éxito la "batalla de todas las batallas" del Ejército español, de la que este miércoles se cumplen 14 años.